Los fans de una banda, sea la que sea, van a verla en concierto y repiten las veces que sea necesario. Cada acto en vivo les puede cambiar la vida, les deja una historia diferente qué contar. Son fieles seguidores. Los fans de una banda, durante un show, cantan a grito herido las canciones, se las saben de memoria. Luego, ocasionalmente, también pueden hacer el oso con propiedad en un karaoke. Los fans de una banda clásica de punk rock que cumple 30 años como Pennywise, la encargada de cerrar la edición 24 de Rock al Parque, por ejemplo, además de cantar sus canciones también pueden sudar hasta la última gota y romperse la cara en un pogo. Pero del desconocimiento al fanatismo leal y rabioso hay un camino largo y con mucha tela de donde cortar. ¿Qué hace que a alguien lo pique el bicho del gusto y se vuelva fan? ¿En qué momento se prende o se apaga ese interruptor que hace que un oyente desprevenido quiera darle play a una canción una y otra vez, comprar mercancía de la banda, pagarle una entrada y confesarse como seguidor?
En un espacio como Rock al Parque, que por edición está poniendo a tocar a unas 60 bandas, y que con sus más de dos décadas encima se ha consolidado como un evento transgeneracional, es muy común que llegue el momento en el que la gente cuando escuche el cartel piense que la dejó el bus, que se acabaron las bandas que conocía, que se hizo vieja.
También es sabido en el festival que cuando salga el line-up, venga quien venga, habrá gente criticando el “paupérrimo” nivel de los invitados. O incluso que los asistentes a una de las tres tarimas, experimenten una especie de urticaria auditiva cuando oyen el eco de lo que suena en la otra. Solo hay que ojear Twitter o quitarse los tapones de los oídos para escuchar a la gente comentando cosas del tipo: “Esa música de locos del sábado”, “Ese ritmo aburrido y cliché de la tarima de al lado”, “Eso no es rock, es pop”. Sin embargo, va uno a ver, y también hay fans, cantando a grito herido, bailando y pogueando.
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Desde luego, ni antropólogos ni musicólogos ni críticos musicales han logrado explicarnos de forma contundente cómo es que se forma eso que llamamos “el gusto”, del que lo único que se dice sin miedo a meter la pata es una frase que puede ser mamá de los clichés del gusto: que es subjetivo, que “al que le gusta, le sabe”. Pero si hay algo que le deja como lección a uno ir a Rock al Parque año tras año, sobre todo en estas últimas ediciones donde ya no están los llena plazas (Calamaro-Molotov-Manu Chao-Fito Páez-Café Tacvba,etc.) que todos quieren ver siempre, es que las subjetividades también se construyen, o, en otras palabras, que el gusto se puede formar, que se aprende y que desde allí se pueden crear nuevos públicos. ¿Cómo hace un festival como Rock al Parque para gestionar el recambio de las bandas que nos gustan?
Una posible explicación tiene que ver con lo que el crítico musical Carl Wilson atribuye a la distinción . Wilson, a quien todo parece indicar que se le apareció en el chocolate el sociólogo francés Pierre Bourdieu y le permitió darle sustento teórico a su famoso libro Música de mierda. Un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop, vinculó al mundo de la música popular un tema que la antropología ya había identificado entre ciertas grupos indígenas: que lo que elegimos que nos gusta, es decir, el gusto propio, -o mejor: el “buen” gusto-, en contraposición al gusto del otro, –el “mal” gusto-, es el sostén de la identidad y la posición social, es el elemento clave para distinguirse del otro.
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Solo así se explica cómo, por ejemplo, el domingo después del tan esperado y convulsionado show de las Pussy Riot en el escenario Eco de Rock al Parque, unos, al ver cómo un nombre tan familiar por sus movidas de protesta proponía un espectáculo con tantas consignas pero con tan poca musicalidad o teatralidad, se quejaban y huían indignados de la tarima; mientras los otros, tratando de darle un sentido más profundo a la actuación, las defendían por internet apelando a un conocimiento trascendental de su mensaje, hilando conceptualizaciones pasadas de posmodernismo, pero tan válidas como el desprecio de los otros (la más interesante, a mi modo de ver, es que al ser las Pussy Riot un colectivo sin rostro que el mismo fin de semana puede tocar en Edimburgo y en Bogotá, sin importar quién sea la que esté parada en la tarima, están cuestionando la figura del ídolo único, privilegiando por encima el mensaje. Así para los que incluso comulgando con su discurso y conociendo su más reciente faceta electrónica, su performance nos haya sonado como un videojuego descompuesto).
Pero volviendo al tema del gusto, es ese conocimiento previo, esa placentera y poco confesada sensación de superioridad que nos provoca saber o apreciar algo más de una banda la marca de la distinción, lo que funciona como elemento de orgullo identitario. La mayoría de actos que uno ve en Rock al Parque están emparentados con un discurso que poco tiene que ver con el ritmo; apelan a una actitud que le permite a la gente posicionarse a sí misma frente a lo de afuera (e, incluso, dentro del nicho de “lo alternativo” que allí se reúne; por eso así se piense que lo de hoy es el omnivorismo musical, es bien evidente como hay días de festival que van unos y no los otros).
Al fin y al cabo, pasa muy a menudo que el mensaje es el mismo pero en un paquete diferente. En esta tercera jornada de Rock al Parque, por ejemplo, en la tarima Eco, la más pequeña, los colombianos de La Chiva Gantiva tocaban canciones de tropicalismo psicodélico y decían entre tema y tema cosas como “somos libres, vinimos al mundo en bola”; y más tarde Pennywise, con 70.000 personas viéndolos en el escenario Plaza, alternaba su explosivo punk rock con gritos de “somos libres”, “tenemos nuestro propio ‘fuckin’ estilo de vida” o hacían el cover de un track panfletario y fácilmente reconocible de los Beastie Boys Fight for your right.
En las últimas ediciones de Rock al Parque, el mensaje que se ha utilizado como gancho para incluir bandas nuevas, y traer público sin necesidad de apelar a la familiaridad y a la tradición de las agrupaciones de la vieja guardia, es la banderita del multiculturalismo. Prueba de ello son las visitas de los congoleses Jupiter & Okwess, la promoción de Liniker e os Caramelows como la banda de la primera mujer trans en el festival o la inclusión de las rusas Pussy Riot como activistas. Es una forma muy evidente de consumir la identidad del otro para formar la propia. La no-familiaridad con los nombres o con las canciones se ha venido remplazando por la familiaridad discursiva. Y (casi) siempre termina uno por llevarse buenas sorpresas con la música. Pasó por ejemplo con una de las bandas que más kilómetros recorrió para llegar a Rock al Parque, los japoneses de la Tokio Ska Paradise, que, hablando de familiaridad, también tocaron el cover de un clásico latinoamericano que escuchamos hace nada más dos años en Rock al Parque: Eres, de Café Tacvuba. Puede uno pensar que es dejar la música en un segundo plano, pero en cuestiones de gusto siempre ha sido así y, por donde uno lo mire, no hay posibilidad objetiva de hacer un juicio estético para justificar porque lo de un lado o lo de otra edición era mejor que lo que suena ahora.
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Cuando exista la posibilidad de ver de nuevo en el país a bandas como Jupiter & Okwess, Liniker e os Caramelows o la Tokio Ska Paradise Orchestra, es muy probable que ya no llenen escenarios por ser una curiosidad lejana, sino porque ya van a tener fans.