Los múltiples matices de la vida de Alex Oquendo son la clave para acercarse a la banda que él lidera: una que, durante más de 25 años, le ha gritado al país acerca de la sangre que ha corrido por culpa de la violencia.
Por Andrés Páramo Izquierdo // @paramoandres Fotos Luis Cano - Grupo Picnic // fb: picnicfoto
Un día cualquiera del 2013 una mujer entró a un local de tatuajes del barrio El Poblado de Medellín. Venía desde Bogotá por petición de su hija: ese era el regalo que le exigió para celebrar sus quince años. La tienda a la que entraron tenía una máquina registradora, un computador, dos sofás medianos, muchas camisetas de bandas de rock colgadas para la venta en una esquina. También adornos góticos, dragones, espadas y garras. Igual, a ninguna le interesarían esos detalles si no fuera por un hombre. Y allí, por fin, encontraron al hombre por el que habían viajado. Un tatuador llamado Alex Oquendo. La madre llevaba una “M” tatuada en el brazo. La de Masacre, esa monstruosidad colombiana que, con Oquendo en la voz, arrastra consigo la historia violenta de este país y la transforma en death metal desde hace veinticinco años. Cinco lustros que pasan por muchas cosas: el resentimiento de clase y el odio, los asesinatos y las matanzas, la violencia real y la ideológica. El abandono. La rabia.
A veces es así: los fanáticos de Masacre, como la madre y la hija, peregrinan el país para conocer al ídolo que grita en los conciertos al frente de miles de personas. Porque creen que lo merece. Porque ha estado décadas narrando, endemoniado, al compás de un metal invariable, algo que les mueve el alma. Oquendo es un hombre de 46 años cuyo padre, Emilio, dueño de una agencia de chances e hincha del Deportivo Independiente Medellín, soñaba con que su hijo fuera futbolista. Alex fue entrenado a diario, tapando en alguna cancha del barrio Manrique, los tiros que su padre disparaba con los pies. Pintaba también. Emilio, sin embargo, no creía que su hijo fuera el autor. “‘¿Qué me da si lo vuelvo hacer?’, le decía yo. ‘Plata’, él me decía. Yo volvía y lo hacía con unas ganas enormes y él me regalaba cinco, diez pesos. Eso era mucha plata en ese momento”, cuenta con una ternura inusitada. Cuando Alex tenía diez años, su padre murió. Y con él, el proyecto de ser arquero. Y el fútbol. Y las hinchadas. Ahí, de lleno, se volcó por el resto de su vida a lo que le gustaba: pintar, hacer música, y con ello ganarse el respeto, primero de su madre, y después del resto del mundo.
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Ser metalero a los cuarenta
Al principio salivaba sangre y sabía que se estaba haciendo daño. Era tanta la rabia que sentía que no canalizaba los gritos de una forma en la que no le costara la salud. Les cantaba a sus amigos del barrio muertos por la violencia, a ser echado de Ekhymosis por Juanes, al país que no cambiaba. Poco a poco fue aprendiendo, modulando la voz, evitando ciertas bebidas, controlando la respiración. Alex Oquendo afirma que es una bestia en el escenario. Tiene razón. Dice que la fuerza viene de la audiencia, que ellos merecen que a ratos él se quite el micrófono de la boca y grite a pleno pulmón para estar a su nivel. “El escenario lo transforma a uno”, explica mientras dibuja el boceto de un tatuaje que le hará en la muñeca a un hombre que espera sentado en un sofá. Sobre el escenario grita: “¡A ver! ¡Muevan la cabeza, hijueputas!”, tal y como lo ha hecho en en Rock al Parque en ediciones pasadas, pese a que le advirtieron que no alborotara la gente.
Ellos tenían que sentir lo mismo que él. Ellos le hicieron caso como a un chamán indígena que lidera un ritual en torno a la ira. Sí, es una bestia. Lina López, sin embargo, no se enamoró del indomable vocalista de Masacre. No le sedujo el hecho de que le pidieran autógrafos y le tomaran fotos en festivales donde todo el mundo está vestido de negro. Ella no sabía quién era Alex Oquendo, más allá de que era un paisa de pelo largo que de vez en cuando iba al estudio de tatuajes en el que ella trabajaba. Y eso fue lo que le gustó a él: el anonimato, la sinceridad, la máscara invisible ante sus ojos. “Las mujeres venían a mí porque yo era el vocalista de Masacre. Ella no, porque no es metalera. Eso fue lo que más me gustó. Ella es casposa”, se burla. Entonces se transforma. Es en esa cotidianidad donde su vida se parte en dos pedazos que él cree necesarios. “Para uno estar bien metido en la locura, debe estar al lado de la cordura”, confiesa.
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Pero, ¿qué es lo que etiqueta como “cordura” un hombre que lleva más de 25 años viviendo lo más agresivo del death metal? Cosas simples. Compartir tiempo con Lina. Trabajar todos los días en un local de tatuajes hasta las ocho de la noche para “llenar las ollas”. Almorzar en lo que él llama el “refugio”: una cocina en la que apenas cabe una persona parada. Tomar whisky, aunque cada vez menos por los problemas de colesterol alto. “Andar”, que es ir de paseo un domingo por los pueblos paisas, mejor si es Santa Fe de Antioquia, donde hace mucho sol. Leer a los poetas malditos o a William Ospina quien, según él, expone como nadie un relato de este país. Cosas así. Pero lo más importante de su día a día ya no es ganarse el respeto de su madre, que lo tiene, sino de su hijo Alejandro Oquendo López, de diez años, quien cursa quinto de primaria. Y con ello, enfrentar un problema filosófico que sabe exponer con simpleza: ¿cómo enseñarle a ser rebelde si él representa, en ese caso, la autoridad máxima? Difícil.
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La influencia de Alex sobre su hijo es innegable: usa camisetas negras también, tiene el pelo largo también, oye a Judas Priest también. Es histórica: aprendió a caminar con los miembros de la banda estadounidense Slayer una vez que compartieron escena con el grupo que lidera su padre. Así lo cuenta: el baterista cubano Dave Lombardo buscaba comida en los camerinos. Oquendo lo reconoció y le dijo que trajera a los demás, que les repartiría sánduches. En medio de ese encuentro, el pequeño Alejandro dio sus primeros pasos, rebotando de un miembro de una banda a otro. El sonido de Masacre no fue el mejor ese día, pero Alex lleva tatuado en su mente ese concierto por las emociones que implicó vivir, al mismo tiempo, las dos caras de la moneda: el padre amoroso y el hombre de en frente. Y es padre, sí, pero es metalero. La vida tiene que llevar ambas cosas o si no todo lo que representa para los seguidores, lo que pregona, lo que recita en las entrevistas, su vida misma y su banda, estaría echado por la borda de la incoherencia. Entonces, la religión y la política son dos somníferos lava conciencias que adormecen a la gente, según le dice a Alejandro. Entonces, la música y el arte son expresiones liberadoras que pueden afirmar más la individualidad de una persona. Entonces, el Establecimiento quiere fotocopias humanas. Todo eso va en la cátedra. La ética propia de Masacre. Una que imparte más como de un amigo a otro, que de un padre a un hijo. Le demuestra a Alejandro (pero muy probablemente a él mismo) que sí se puede vivir en una sociedad siendo metalero a los cuarenta. Va a reuniones de padres de familia con un chaleco lleno de parches de bandas, el pelo largo, ocho tatuajes, la mayoría visibles, y, dice, se hace respetar. En la juventud ser así era difícil porque lo perseguía la policía y le cortaba el pelo. Porque las señoras se cambiaban de andén cuando lo veían. Porque su madre les decía a los amigos que él ya no vivía ahí, que no fueran más. Pero ahora, afirma, es peor: lo ven como alguien que no superó una etapa. Él está convencido de lo contrario. “Ser metalero y padre de familia, cabeza de hogar, ejemplo del hijo, es más fuerte. Pero hay que hacerlo”.
El parche, el odio y la fuerza
“Voy a hacer una hijueputa banda de la que se van a acordar de mí toda la vida”. La idea lo perseguía y la hizo su consigna. Oquendo ya había hecho muchas cosas antes de tomar esta decisión. Ya había ido con sus amigos al Poblado, a una vinera, donde todos los metaleros de Medellín compraban una garrafa por $220 llamado Tres Patadas y se emborrachaban brindando por bandas extranjeras. Ya se había sentido rechazado y hecho de su ropa un símbolo que lo diferenciara de los hombres y mujeres de clase alta. Ya había sentido cómo el metal era fuerte en las comunas. Ya había crecido rechazando cosas que sus vecinos sí aceptaban: las motos y las novias, las fiestas de garaje y la música alegre, el sicariato y la inseguridad urbana. Ya su padre había muerto. Pero, sobre todo, ya Juanes, el amigo con el que recorrió Medellín en su juventud, lo había echado de Ekhymosis a principios de 1988. Por ser incompatibles los proyectos musicales que cada uno de estos dos líderes natos tenían en la cabeza: Oquendo quería otra cosa y Juanes no. Oquendo pensaba en ir más rápido, más duro, más pesado, y Juanes no. Oquendo necesitaba canalizar la rabia que sentía en su cabeza a través de un sonido brutal, y Juanes no. Oquendo se mantuvo haciendo la misma música 25 años seguidos. Juanes no. Él no le guarda rencor. Al menos eso dice. Pero el día en que su amigo le dijo que “no más”, se llenó de una rabia que no paró nunca: Masacre era el nombre que la canalizaba. El término vino de las noticias que informaban matanzas en otros países y que se volvieron carne y hueso a la vuelta de la esquina. Ahí fue cuando, mientras estudiaba diseño gráfico, le propuso a Mauricio “Bull Metal” Montoya formar una banda. Algo más pesado a lo que estaban acostumbrados a tocar. “Ultrametal” dicen que se llamaba: ese género que agrupaba todos los subgéneros del metal pesado. Antonio Guerrero estaría en la guitarra. Juan Gómez los acompañaría en grabaciones y, seis meses después, se integraría con otra guitarra a la banda. Con eso fueron a donde Luis Emilio, uno de los personajes más importantes para el desarrollo de la música alternativa en Medellín.
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En su casa en Laureles había un cuarto diminuto donde se hacía ruido. Donde era permitido tocar un “ultrametal” ininteligible en otros espacios. Letra primero, luego guitarra, luego batería y luego voz. Esa fue la estructura que pensaron (y que aún hoy mantienen). Tanto fue el ímpetu que en el primer ensayo grabaron una canción: Sepulcros en ruina. En el segundo, Sangrienta muerte. En el tercero, Tiempos de guerra. Tres himnos que el público aún pide. Luego de eso, nada los detuvo. Vino lo que la historia ya contó. Con esos temas se fueron a Guayabal a tocar con otras quince bandas. Por los hábiles movimientos de difusión de “Bull Metal”, en 1991 el sello discográfico francés Osmose Productions les envió mil dólares para hacer su primer disco, Requiem. En 1993, acostumbrados a tocar en parches, llegaron a Caracas a interpretar su death metal clásico al frente de 2000 personas. Con la salida de “Bull Metal” vino Víctor Gallego a tocar la batería durante trece años. El primero, fuera de la banda, se suicidó. El segundo, adentro de ella, murió de cáncer luego de trece años de haber ingresado. Ahí se quebraron. Pero reconstruyeron las piezas para poder seguir adelante: se fueron al Salvador a un concierto y contrataron a un baterista. Luego probaron con otros dos mientras hacían las giras suramericanas más grandes: dos meses, seis países. Fueron a España. Conocieron a Mauricio Londoño, quien dio la talla para tocar en las giras de México y Centroamérica, y para grabar el nuevo disco que lanzaronn en noviembre de 2013.
Las giras fortalecieron a la banda. Los miembros actuales de Masacre son un grupo de amigos que se hacen chistes entre ellos y ensayan dos veces a la semana desde las nueve hasta las once de la mañana. Si les toman una foto posan como miembros de una banda de death metal: muestran el rostro aguerrido, hacen símbolos con las manos, miran mal. Desprevenidos, antes o después de que la toma quede, sólo ríen. No recuerdan haber peleado. Jorge Londoño, guitarrista, dice que su trabajo es ser metalero todo el tiempo. Juan Gómez cree que, desde el principio, su banda se ganó el cariño de la gente. Mauricio Londoño tuvo la prueba de responsabilidad más grande de la vida dentro de Masacre: le tocó afrontar un concierto en el que se enteró de que su madre había muerto. Álvaro Álvarez, bajista que entró en el 2000, es tímido y cuenta que en el último Rock al Parque le hicieron preguntas y respondió, literalmente, las mismas cosas que le oía decir a Alex. A Oquendo. Al líder. La pregunta central: ¿de dónde viene tanto cariño que la gente siente por ellos? En el último Rock al Parque, con un cartel encabezado por las gigantes inglesas Carcass y Paradise Lost, los presentes sólo gritaban una palabra: “¡Masacre!”. Sus miembros creen que la música que hacen y las letras que cantan ya son un patrimonio colombiano. En un país de matanzas incontables, de violencia alimentada por el narcotráfico, de grupos criminales de mil cabezas y fines, hay una respuesta contraria, artística, que grita desde hace veinticinco años dónde es que estamos parados. La audiencia es la fuerza, dicen. Los miembros que posan en las fotos, los intérpretes. “Masacre es una banda que ha vivido todo lo que una banda puede vivir”, concluye el vocalista.
Alex Oquendo dijo, apenas iniciada la entrevista: “soy cabeza de un movimiento fuerte del metal colombiano y soy un ejemplo del metal suramericano”. Es domingo. La tarea concluye.
-¿Qué harás ahora? -Cerrar acá. Luego andar. O ir a ayudarle a mi niño con las tareas.
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KISS Pinta por Kiss. De pequeño recibió el álbum Dynasty (1979), donde se ven las cuatro caras de los miembros de la banda. Las dibujó y luego empezó a imaginar los cuerpos que alguna vez había visto. La influencia del cuarteto estadounidense es fundamental
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