Por: Juan Pablo Castiblanco Ricaurte // @KidCasti. // Foto: Shock. La pregunta clave luego de todos los Rock Al Parque es cómo medirlo y evaluarlo. ¿Acaso por sus cifras –siempre inexactas– de asistencia? (Para la hora del cierre, el Escenario Plaza registra un lleno histórico, pero a su vez el “día metalero” no igualó los números esperados.) ¿Por la exposición y promoción de las agrupaciones distritales? ¿Por el número de bandas nuevas que se dan a conocer entre el público? ¿Por lo rentable que es el proyecto para Idartes y el Distrito? ¿Por la cantidad de patrocinios privados que se suman? ¿Por el sentido de pertenencia que se genera entre los bogotanos?
A todos estos criterios, bien relativos y maleables, habría que sumarle uno más: la posibilidad de que en Rock Al Parque se convierta en un laboratorio de paz. Mientras los debates de sus primeras ediciones eran sobre si era justificable la inversión del dinero público en un evento “de nicho”, los de la última década han sido sobre qué tan pertinente es la apertura sonora del cartel con la inclusión de sonidos alejados de la ortodoxia roquera como el pop, la electrónica o la cumbia. Aunque la programación de este año estuvo a varios pasos de distancia de las versiones más eclécticas y diversas del festival, el debate sobre la apertura sonora regresó como un dejá vu, dejando varias conclusiones.