Por: @chuckygarcia. Años atrás fui jurado de la eliminatoria de bandas bogotanas de Rock al Parque, lo que quiere decir que junto con otras dos personas (uno músico, el otro periodista) me senté por un mes a escuchar una caja con 300 discos, entre demos y álbumes de estudio. Casi todos los demos eran cortos, cuestión de tres canciones, y uno en particular me detuvo al final de la maratónica escucha: el nombre de la banda, que ya no recuerdo me resultaba desconocido, pero sus canciones en inglés, no. Su sonido me era familiar, de algún modo, y sonaba tan bien para ser una banda amateur que saqué el demo aparte. Tras terminar de escuchar todas las propuestas locales que aspiraban a tocar en el festival me acosté a dormir, y a las pocas horas me paré de la cama como un resorte, como en uno de esos ataques de ansiedad en los que uno cree que se va a morir de un infarto: en medio del sueño mi cabeza reconoció uno de los temas del demo en cuestión, y no era precisamente una buena noticia.
Al levantarme lo primero que hice fue ir por el único disco que había coleccionado de Iron Maiden, “The Number of the Beast”, tercero de la banda británica, publicado a comienzos de los años 80 y catapultado a la fama sobre todo por los alcances que tuvo su sencillo “Run to the Hills”. Según la red, es una de las 40 “Greatest Metal Songs” que alguna vez contabilizó el canal VH1, y en su letra habla “de la conquista de los indígenas americanos por parte de los ingleses”. Pero aquí la cosa era a otro precio: por broma o sabotaje, alguien con mucha malicia indígena había agarrado “Run to the Hills” y otras dos canciones más de Maiden, las había quemado en un CD, le había hecho una portada, se había inventado un nombre de banda y se había tomado la molestia de inscribirla en la convocatoria de bandas distritales de Rock al Parque. De haber clasificado, los jurados habríamos hecho un ridículo más grande que el nuevo avión privado de Iron Maiden (un Boeing 747-400 Jumbo), y el festival sumaría otro de esos eventos inusitados y controversiales que también hacen parte de su historia, como la granizada del 2007 que obligó a cancelar su primer día de programación y las acusaciones de plagio de su afiche oficial en 2013 (basado en una foto del banco de imágenes Shutterstock.com).
Nunca he sido fan de Maiden, y además de “The Number of the Beast” tengo poca cosa más que un picture disc en vinilo de edición limitada y algunas canciones recopiladas en los casetes en los que grababa el programa de radio “Metal en Estéreo” de 88.9 FM. Y nunca me hizo falta tener más. Con “The Number of the Beast” fue como acceder a un prototipo temprano de lo que la banda grabaría en sus siguientes 30 años y, de hecho, de lo que había publicado previamente en 1981 y 1980. Decir que los 16 álbumes de estudio que desde entonces han grabado son totalmente idénticos es falso, pero que giran en torno al mismo patrón musical, no. Como esa gente que siempre se pone la misma chaqueta y nadie nota que se cambió de camisa; o como si uno todos los días solo se cambiara la ropa interior. Da lo mismo.
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Decir que los 16 álbumes de estudio que desde entonces han grabado son totalmente idénticos es falso, pero que giran en torno al mismo patrón musical, no.
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“The Book of Souls” (2015) es el título del más reciente y doble LP de Iron Maiden y sus canciones de cinco, ocho, diez, trece y hasta dieciocho minutos de duración, a la larga, lo llevan al mismo lugar al que a uno lo remite “Run to the Hills”. Leyendo las reseñas en los medios encuentro que casi nadie habla de eso ni del alma del disco, es decir, del valor de la música como tal, y a lo que casi siempre se remiten es a lo que el grupo británico ha sido capaz de sacrificar por sus fans, lo cual no es novedad: no duden que serían capaces de cortarse una mano para autografiarla y regalársela a la gente que paga para escucharlos o verlos. Mientras las demás bandas organizan las sesiones de escucha de sus nuevos álbumes con algunos periodistas en las oficinas de su sello, Maiden llevó a París a un grupo de fanáticos en su avión y durante el viaje –piloteado por su propio cantante Bruce Dickinson– les puso las canciones de “The Book of Souls”.
Cuando uno aterriza el elepé, sin embargo, encuentra que no es necesario viajar en el famoso Ed Force One porque en casa o mientras viaja en bus es palpable que dieciséis discos después no hay nada nuevo más allá de la portada, y eso que la de “The Book of Souls” es bastante similar a las de los discos “The X Factor” de 1995 y “Virtual XI” de 1998. Solo con escuchar el primer sencillo, “Speed of Light”, uno se puede hacer una idea del resto del doble repertorio, de ese vademécum de canciones tan largas que parecen no tener fin y tan repetitivas que para justificarlas sus propios creadores como Dickinson o el bajista Steve Harris tienen que hablar de “integridad”. Un eufemismo de “amamantar”, la verdad sea dicha, o una reducción de la expresión “sigamos tocando así hasta que los seguidores y los hijos de estos sigan comprando los discos y yendo a los conciertos de la gira”, que justamente pronto pasará por Suramérica aunque Colombia esta vez se quedó por fuera.
Aquí los fans no son pocos, e incluso en menos de cuatro años, entre 2008 y 2011, se gastaron en promedio $770.000 pesos viendo en primera fila y en tres ocasiones un show casi idéntico. Dirán que es imposible que una agrupación de tanta trayectoria no se repita en su directo y que no es la única que lleva 35 años grabando el mismo tipo de álbum; pero eso es como investir al fanático con el grado de carcelero y como tener una casa por cárcel, y no lo digo con despotismo sino con la mirada de alguien que en todo caso le debe a Iron Maiden el que lo haya librado de un oso sin par.
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