Cuando eres un metalero gótico de raca mandaca a los 13 años y terminas bailando La Gozadera años después en una discoteca con olor a coco, ya no confías ni pizca en aquello de que “soy muy cool porque a me gusta escuchar tal cosa”.
Texto e ilustraciones: Diego Montoya // @chinocarajo
H undí el botón de play hasta que se enganchara en el fondo. Valiéndose de un par de poleas y de las proteínas proveídas por dos baterías ‘doble A’, el mecanismo del walkman estiró la cinta magnética y se la fue llevando desde un rollo hasta el otro. “Cradle Of Filth”, rezaba el cassette en su lado A, “cuna de mugre”. El logo de la banda inglesa lo había dibujado yo mismo con un Pelikan Micropunta; todo el poder artístico de mis 13 años de edad al servicio de una ilegibilidad calculada. L os audífonos bombearon entonces un hizz análogo en mis oídos y, luego, música perfecta: chillidos guturales, guitarras distorsionadas hasta parecer motores, campanas siniestras y baterías tan rápidas que se pregunta uno cuál es el afán . Llegaron entonces imágenes mentales de los Montes Cárpatos en invierno. De bellísimas mujeres de piel anémica sumergidas en tinas llenas de sangre, la que bastante falta les hacía por dentro. Mordiscos en la nuca, tetas al aire, luz de hoguera y colmillos. Satán, el mismísimo patas, haciendo apariciones en la forma de una cabra que ni bala, ni come, ni caga.
Gocé durante un rato toda aquella cursilería agresiva hasta que, sin más explicación que un crac, el walkman se detuvo y me dejó a la merced de lo que realmente tenía alrededor. No era un invierno satánico en Transilvania. Era Semana Santa en Melgar –“Nalgar”–, Tolima. Es verdad que había pasado por el municipio de Silvania a bordo de una flota bautizada Trans para llegar hasta el balneario bogotano por excelencia, pero no había visto allí presencias vampíricas en terciopelo, sino más bien fritangas a las que se les “mete el colmillo”. Tampoco había en mi mano una copa metálica rebosante de hemofílico vino tinto; de un vaso plástico bebía más bien una Naranja Postobón color fiebre que, combinada con la leche condensada relamida de una lata minutos antes, me provocaba una leve crisis glicémica.
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Asimismo, no había sangre en una tina cobriza. En la piscina flotaba, en cambio, una solución de cloro y meados de niño que –hasta hoy lo creo– provee a la gente de un bronceado peculiar. Tampoco veía a mi alrededor mujeres europeas en bola aunque, por fortuna, los coqueteos preadolescentes con Linda Katerine o Mery Alejandra proveían de erotismo las vacaciones de sexto grado. Y por último, el mayor contraste: la ausencia de una banda de metal abundante en ruido y mechas era compensada por aquello que se escuchaba detrás de las chicharras y los juegos infantiles: Boquita de Caramelo , en la voz de Pastor López, sus anillos de oro sudando a más de 30 grados centígrados.
Descubría así, en el metal, mi primer esnobismo. Una batalla entre lo que me gustaba más y lo que realmente tenía al alcance de la mano. Había dos identidades opuestas en pugna: ¿yo Pantera, Paradise Lost y Iron Maiden?, ¿o yo Willie Colón, Juan Luis Guerra y Joe Arroyo? Aunque la primera versión me gustaba y de la segunda denigraba, mi biografía musical acabaría pasando del blanco y del negro a los grises, juntándolo todo en un popurrí de difícil taxonomía. Tanto, que hoy no se puede reproducir la música de mi computador en modo aleatorio porque pasa de tocar Fucked With a Knife de Cannibal Corpse a Micaela de Pete Rodríguez.
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Contenía yo tal faceta chucu-chucu que, uno o dos años después de Melgar, me sorprendería a mí mismo micro-bailando Rikarena en los cumpleaños merengueros mientras departía en la sección de los marginales. Primero, marcaba discretamente el paso de Cuando el amor se daña con el tacón de la bota puntera hasta que, pasados diez minutos, utilizaba entera la mesa de las papas fritas y el ron con Coca Cola como un set de tamboras africanas. Justo como lo hacía en casa: sonaba Ángel Of Death y el escritorio de las tareas se transformaba de inmediato en una batería ochentera, dos bombos, ocho tambores, quince platillos.
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Y para que los infalibles genes corronchos terminaran de salir a la luz, llegó a mi vida la pista de baile. Al cabo de un par de años, acompañaba con pies, hombros y brazos una percusión salsera mientras cantaba con voz nasal las siguientes palabras: “una aventura es más bonita si no miramos el tiempo en el reloj”. Y aquello, en compañía de una mujer, me parecía una experiencia más divertida que darme en la jeta con los contertulios de Rock Al Parque el día que tocaba Purulent, su bajista vestido con la camiseta de Millonarios. Entre otras cosas porque las letras de las canciones de música tropical son interesantes o graciosas –con excepción de las del vallenato–, mientras que las del metal no le interesan ni a quien las escribe. Bien podría Mikael Åkerfeldt, la mejor voz gutural de la historia, gruñir la letra de La Pollera Colorá y pocos se darían por enterado.
Eso sí, ni los bongoes, ni la marimba, ni la trompeta pasan hoy por mis audífonos: los sonidos tropicales hoy se mantienen dentro de las fronteras de la sociabilidad y el festejo, mientras que la “música satánica” reina en la soledad. Porque dibujar, pensar, correr o cocinar mientras escucho a Sepultura me lleva a mejores resultados que cuando se hace al son de Wilfrido Vargas.
No obstante el proceso, me enorgullece que yo haya sido capaz de engendrar unos hábitos de escucha que son al mundo musical lo que un ornitorrinco al animal: absurdos. Y me enorgullece dado que, gracias a ese mestizaje, hoy no me convence ningún otro esnobismo. Porque cuando eres un metalero gótico de raca mandaca a los 13 años y terminas bailando La Gozadera años después en una discoteca con olor a coco, ya no confías ni pizca en aquello de que “soy muy cool porque a me gusta escuchar tal cosa”. La música no es más que eso: sonidos en sintaxis que producen una u otra sensación. No carga en sí misma los estilos de vida que se le construyen alrededor.
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