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Tumbar al rockstar: el escrache en la música local

"No se la dejemos fácil al rockstar local. Denunciemos, alcemos la voz, alertemos a otras y no normalicemos las conductas violentas en ningún espacio"

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(Photo by Ovidio Gonzalez/Getty Images)
Ovidio Gonzalez

La reciente oleada de escraches ha involucrado hombres de diferentes escenas musicales. Aparte del relato colectivo que se ha levantado en contra de ellos, estas denuncias apuntan a esa figura machista tan típica de años anteriores en la música, y que debemos tumbar de una vez por todas.

Por Nathalia Guerrero @nxthxchxs

“No tendrán más la  comodidad de nuestro silencio”. 

Repetido por varias mujeres, el mensaje se ha abalanzado como un grito colectivo durante los últimos días en forma de tuit, de historia en Instagram, de estado en Facebook. 

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La frase revive como una consigna permanente luego de cada caso de escrache que surge cuando nos decidimos a denunciar públicamente a los hombres que han abusado de nosotras o nos han maltratado y que, en caso de haber cometido delitos en contra nuestra, permanecen impunes. Desde mediados de mayo de 2020 se levantó otra oleada de escraches por parte de mujeres en Bogotá y Medellín, esta vez a  través de Instagram y Twitter. La escrachada (una forma de justicia alternativa feminista) destapó una nueva olla podrida de abuso sexual y maltrato, en la que esta vez terminaron involucrados decenas de hombres vinculados a industrias creativas y diferentes escenas musicales.

El escrache masivo inició con denuncias en contra de un grupo de tatuadores de Medellín, por actos de abuso sexual y maltrato en contra de varias mujeres que se fueron sumando a las historias, publicaciones y tuits de denuncia que empezaron a replicarse en redes. 

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Los señalamientos activaron casi que inmediatamente escraches en otros sectores: fotógrafos, integrantes de bandas de hardcore, integrantes de bandas de metal, hombres al frente de tiendas de discos, raperos famosos de Medellín y hasta hombres que integran grupos de skinheads empezaron a aparecer con sus @ de Instagram o Twitter y sus nombres completos en denuncias virtuales que se repetían, cada una contando un relato peor que el anterior: casos que involucraron acceso carnal, denuncias puestas en Fiscalía con las que no había pasado nada, abusos sexuales, violencia física y psicológica, fotos compartidas en grupos sin consentimiento de las mujeres, relaciones abusivas y la complicidad y encubrimiento de bandas, amigos y compañeros de proyectos, se leían en casi todas las publicaciones. 

El relato propio de cada mujer abusada o maltratada por estos hombres empezó a tejer una narración colectiva, una que apuntaba a lo estructural del abuso y la violencia a la cual  las mujeres estamos sometidas constantemente en razón de nuestro género, y en donde en vez de la responsabilidad y la reparación reina la impunidad penal y social. 

Y en un caso específico que involucra músicos escrachados, ese relato entretejido por todas también estaba no solo señalando, sino ayudando a derribar una misma figura anacrónica en las escenas musicales: la del maldito rockstar. Ese hombre músico, parte de una banda, o parte de un proyecto, o DJ; talentoso a veces, a veces no, y sobre todo famoso, a diferentes niveles. Esa figura típica de las décadas pasadas, que se ha ido desvaneciendo con el tiempo y con la conciencia que hemos adquirido gracias a movimientos como el feminista.

No se la dejemos fácil a nuestro rockstar local. Denunciemos, alcemos la voz, alertemos a otras mujeres y, sobre todo, no normalicemos las conductas violentas en ningún espacio

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Crecimos con ellos. Bandas como los Rolling Stones, Led Zeppelin, o los Beatles nos enseñaron desde la infancia que la música, al menos durante esos años, también se dividía, como todo, entre hombres rockstars famosos y mujeres groupies que buscaban acercarse a estos artistas sin importar el costo, y a las que estos hombres podían acceder cada vez que quisieran. Contemporáneas de las ideas de esa primera revolución sexual de los años 60, la figura de la groupie solo ayudó a engrandecer el imaginario del rockstar, y de esa época se romantizaron varias escenas que a la luz de hoy se muestran aberrantes: menores de 14 o 15 años emparejadas con rockeros adultos, decenas de mujeres a disposición de varias bandas en los camerinos, consumo ilimitado de sustancias y prácticas sexuales donde la única voluntad que interesaba era la del rockero.

Los papeles han mutado, pero en muchos casos la dinámica parece ser la misma. Digamos, no hace falta que el rockstar sea ultra famoso: puede ser reconocido entre parches pequeños de la escena, a nivel local o nacional. En todo caso, el rockstar siempre se va a sentir justificado por el entusiasmo de su público, de sus groupies o fans, y por su validación mediática, para creerse con el derecho absurdo de acceder y pasar por encima del consentimiento, el cuerpo, la cabeza y la voluntad de cualquier mujer, incluso menores de edad. El rockstar, antaño, tenía derecho a todo, y nada le era negado. 

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¿Cuántas callaron en silencio los abusos de esa figura durante tanto tiempo? Relaciones abusivas, abusos sexuales y violaciones, agresiones sistemáticas, humillaciones, irresponsabilidades afectivas. Cuántas dejaron de exigir respeto por miedo al escándalo, por miedo a no ser escuchadas, a que dudaran de su testimonio. A cuántas no nos partió el corazón un rockstar, y parte de la explicación que nos dábamos a nosotras mismas para mitigar el dolor tenía que ver con su estilo de vida, como si hacer música le impidiera a un hombre no responsabilizarse de sus actos y de su manera de relacionarse con las mujeres.

Por fortuna, ese rockstar tan universal, tan presente en todas las escenas musicales, desde hace un tiempo dejó de contar con la complicidad de nuestro silencio.

Tres integrantes de una banda muy famosa en la escena hardcorera de Bogotá, el integrante de una banda de metal muy reconocida en el país, dos raperos paisas a los que varias mujeres ya habían denunciado antes, el guitarrista de una banda alternativa que ya ha tenido incidentes conocidos por el circuito independiente desde hace años. A todos ellos los denunciaron en esta oleada de escraches, que seguramente volverá dentro de poco, con nombres nuevos. Todos ellos muy conocidos, todos con un público que los ha respaldado por años, y sin ninguna sanción penal, social o de algún tipo hasta ahora.

El público y ese estatus de fama del rockstar son elementos claves que determinan las relaciones de poder entre el rockstar y su fan, equiparable a las relaciones de poder presentes en una situación de abuso entre un profesor y su alumna, o un jefe y su empleada. En este caso, el poder del rockstar frente a la mujer de la que abusa es la validación mediática y pública con la que cada uno de ellos cuentan, algo que se traduce al final en credibilidad y apoyo para el victimario.

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El paradigma, sin embargo, lo hemos ido cambiando, y ese apoyo del público se ha vuelto condena en muchos casos, como ha sucedido en Argentina, donde nos llevan un par de años de ventaja en el ejercicio de tumbar al rockstar, una figura muy arraigada debido al rock argentino. De hecho, uno de los primeros grandes escraches de los que se tiene registro sucedió con un par de rockstars argentinos hace cuatro años. Varias mujeres denunciaron a Miguel Del Pópolo, cantante de La ola que quería ser Chau, y a Cristian Aldana, cantante y guitarrista de la banda El otro yo; ambos con cargos por el abuso sexual y violación de mujeres que, gracias al relato conjunto y a la facilidad que dan las redes sociales para hacer este tipo de denuncias, pudieron denunciar de manera colectiva a estos rockstars. Del Pópolo sigue aún en juicio y Aldana enfrenta una condena de 22 años de prisión. 

Estos escraches sentaron un precedente para la manera en la que las mujeres argentinas empezaron a entender diferentes nociones de justicia, sanción y reparación, a través de su relato como víctimas.  Lo mismo sucedió con la ola de escraches que se denominó #MeTooMúsicos en México, y que terminó con más de 143 denuncias a diferentes músicos, incluido Armando Vega-Gil, ex bajista de la banda Botellita de Jerez, que se suicidó luego de las denuncias.

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Acá también estamos empezando a replantearnos los mismos conceptos a través de esta herramienta de denuncia pública, que funciona como una instancia de reparación del daño ante la ineficacia de la justicia institucional, como una advertencia a otras mujeres y como un espaldarazo a quienes desean denunciar pero aún no se atreven a hacerlo. 

Aún hay mucho que repensarse con el escrache, como por ejemplo el punitivismo que ejercemos por cuenta propia, la potencia resocializadora de esta herramienta, o la total falta de ella, pero lo cierto es que esta forma de denuncia está ayudando a cambiar el paradigma y está ayudando a que nos apropiemos de nuestros relatos de maltrato y abuso de una manera pública, colectiva y, en algunos casos, sanadora.

También está visibilizando algo que no es nuevo: las escenas musicales del país no son un espacio seguro para nosotras, y están plagadas de violencias físicas, psicológicas, sexuales y económicas para muchas, al igual que el resto de ámbitos privados y públicos de nuestras vidas. Tampoco es nuevo el encubrimiento que hacen de estos rockstars abusadores algunos amigos, bandas, sitios de conciertos, promotores y hasta medios de comunicación, revelando posturas realmente lamentables. 

Es claro que aún debemos protegernos del rockstar, mujeres. Desarrollemos más estrategias de cuidado entre nosotras, y no se la dejemos fácil a nuestro rockstar local. Denunciemos, alcemos la voz, alertemos a otras mujeres, y sobre todo no normalicemos estas conductas en ningún espacio. Tumbemos también esta figura que tanto daño nos ha hecho, así como nos hemos juntado para tumbar otras estructuras propias del patriarcado.

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#LaMúsicaNosUne

 

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