Violaciones. Botellazos. Incendios. Saqueos. Desastre. Así la prensa ha retratado por décadas el emblemático festival que tuvo lugar en Nueva York hace 21 años. El argentino Daniel Belvedere, uno de los pocos latinoamericanos que estuvo ahí, nos contó otro lado de la historia.
Por William Martínez // @MartinezWill77w
Fotos de Daniel Belvedere
Woodstock 99 es recordado como el festival musical más violento de la historia. Jane Ganahl, reportero del San Francisco Examiner, lo rotuló como “ el día en que la música murió ”. En cada aniversario los medios culturales agrandan la leyenda evocando violaciones a mujeres, botellazos a músicos, incendios a torres de control y saqueos a puestos de merchandising. ¿No les parece raro, sin embargo, que en el festival musical más violento de la historia, al que asistieron más de 400.000 personas, solo hayan detenido a 44? ¿No les parece raro, además, que durante los tres días de festival la enfermería dispuesta por la organización apenas haya atendido a unas 3.000 personas, buena parte de ellas por deshidratación y no por riñas?
Yo mismo, influenciado por la verdad que plantó la prensa, y a propósito de la serie documental que Netflix está preparando sobre Woodstock 99, quise buscar una persona que hubiera ido al festival para entender por qué se produjo la violencia y cómo esta escaló hasta, aparentemente, sepultar la música. Encontré, en cambio, una versión sin trama apocalíptica. Daniel Belvedere, un argentino de 44 años, padre de un niño de 6 y profesor de diseño de videojuegos en instituciones privadas de Buenos Aires, fue a Woodstock hace 21 años y vivió el festival de su vida. Este es un monólogo basado en la larga conversación que tuve con él.
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Todo empezó con el Woodstock del año 94 . Yo tenía 18 años y me dio mucha bronca no haber podido ir. Me lo vi entero en la tele y me dije: ‘ Si alguna vez se llega a hacer otro festival de este estilo, voy a hacer todo lo posible por estar ’. Pasaron los años y a principios del 99 me enteré de que se iba a hacer un nuevo Woodstock en Nueva York. Acercándose la fecha, la idea comenzó a martillar en mi cabeza. ¿Y si me voy? ¿Y si me voy? ¿Y si me voy? En esa época mi padrastro, quien falleció hace unos años, trabajaba en Aerolíneas Argentinas. Yo estaba por cumplir 23. Hablé con mi familia y mi padrastro me dijo: ‘Si vos te querés ir, yo te puedo dar el ticket’. Por ser empleado de la aerolínea, le daban un ticket gratuito a cualquier lugar del mundo. Ahí empezó a tomar cuerpo la idea.
Internet ya estaba en mi vida, entonces empecé a averiguar sobre el festival. Hablé con mi hermano, quien tenía 21 años, y me dijo que quería irse conmigo. Comenzamos a planear. Un mes antes del festival, que se hizo entre el 22 y el 25 de julio del 99, él me dijo que no alcanzaba a juntar la plata para ir. Yo ya había pedido los días en mi trabajo, una fábrica de plásticos donde hacía el control de calidad. Yo ya tenía en la cabeza que iba a ir. Como no quería ir solo, puse en los foros de la época: ‘Soy de Buenos Aires. Si alguien quiere ir a Woodstock 99, acá estoy’. Respondió Nicolás, un muchacho de capital federal. Me dijo que ya había comprado todo un paquete. Lo fui a visitar para conocernos y vivía en una parte muy muy muy cara de Buenos Aires, un piso en la Avenida del Libertador a pocas cuadras del zoológico. Para mí fue una vergüenza increíble llegar en mi auto, un Dodge 1500 del 82.
Pegamos buena onda con Nicolás y quedamos de encontrarnos en Nueva York. Ya tenía compañero de viaje. Un par de semanas antes del festival, él me llamó para decirme que se había ganado una entrada en un programa de radio online de la página oficial de Woodstock 99. Se la enviaron por Fedex y decidió ofrecérmela, pues ya tenía la suya. El precio oficial era de 200 dólares y él me la vendió en 100, con la cual ya tenía resuelto el viaje a Nueva York y la entrada al festival. Me faltaba resolver el viaje de Manhattan a la antigua base Griffiss de la Fuerza Aérea donde se hizo el evento.
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Woodstock empezaba el viernes a mediodía y yo llegué a Manhattan el jueves en la noche. Nicolás había llegado a la ciudad tres días antes. Tomé una camioneta a su hotel y le pedí que me acompañara a la estación de buses para saber en cuánto salía el ticket. Nos dijeron que solo empezaban a venderlos a las 6:00 de la mañana del día siguiente. Eso fue un problemón para mí. No me quedaba otra que pasar la noche en la estación. Como los dos llevábamos camiseta argentina, de lejos nos gritaron unos chicos: ‘¡Ehhh, argentinos!’ Eran dos chicos de nuestro país que estaban en las mismas que nosotros: querían ir a Woodstock, solo que no tenían entradas. Nicolás me dijo que en algún lugar del festival nos encontraríamos, pues no teníamos celulares —casi nadie tenía en esa época—, y se volvió para el hotel. Yo me quedé con los desconocidos en la estación. En un momento, se nos acercaron dos chicas también argentinas que estaban en las mismas. Luego se sumaron al grupo un colombiano y una ecuatoriana. Todos dormitábamos en el piso esperando las 6:00 de la mañana.
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No la pasé bien esa madrugada. Era verano y el movimiento de la estación era frenético. Cada tanto me despertaba. Pasadas las 6:00 abrieron las puertas donde vendían los tickets y nos dijeron que no había para Albany, una ciudad ubicada a 50 minutos del festival. Nos volvimos todos locos. Charlamos y se nos ocurrió la idea de alquilar una camioneta. La ecuatoriana vivía en Manhattan, tenía permiso para conducir y conocía un lugar donde alquilaban. Tomamos el metro a Queens y en el lugar nos dijeron que el auto solo estaría disponible hasta las 12:00 del mediodía. El festival empezaba a las 2:00 de la tarde y nos separaban 600 kilómetros, pero era la única que nos quedaba.
Mientras un jamaiquino nos acondicionaba la camioneta, preguntamos cómo llegar a Woodstock. Un tipo nos dio un par de indicaciones y por fin salimos a la ruta. Hacía mucho calor. Después de una hora de viaje, un cartel decía que estábamos a 30 millas. ¿Cómo 30 millas? Nos dimos cuenta de que no estábamos yendo al festival de Woodstock, sino a la localidad de Woodstock, un pueblito de 6.000 habitantes. Paramos en una estación de combustible para preguntar y alguien nos dio el verdadero camino. Algunas radios que habíamos agarrado estaban pasando el festival en vivo y recuerdo patente que sonaba James Brown . Cerca a las 7:00 de la tarde llegamos a Albany. Todo era muy de película: los habitantes se mecían en sus sillas o andaban en caballo. Estábamos en el área rural de Nueva York, en una ciudad de 80.000 habitantes que había sido invadida por una revolución de autos y por los 400.000 que fuimos a Woodstock . Te lo cuento y se me pone la piel de gallina.
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Dejamos la camioneta en un predio y acordamos todos que, pasara lo que pasara en el medio, nos íbamos a reencontrar ahí al finalizar. Imaginate los nervios: tranquilamente la chica que tenía las llaves de la camioneta podía irse si quería irse. Un micro amarillo, típico de colegio norteamericano, nos llevó a la antigua base de la fuerza aérea donde se hizo el festival. Era extremadamente grande, ocupaba más de un kilómetro. Desde el micro veía que los Offspring tocaban en el escenario principal. ¡Estábamos en Woodstock!
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En la entrada, los agentes de seguridad estaban muy pesados con las drogas y el alcohol. Revisaban mochilas y vaciaban botellas y cajas. Los dos chicos argentinos que no tenían entrada se colaron y por fin todos estábamos adentro. Uno de los motivos principales para haber viajado era Korn . En un ataque de emoción, le dije a los chicos que después los veía y salí corriendo con mi bolso para quedar adelante. Solo volví a verlos dos noches después, al cierre del festival. Korn estaba en su mejor momento, nunca habían tocado en la Argentina y el nu metal explotaba en el mundo. Fue una hora de solo hits. La multitud saltaba enardecida, el piso vibraba. Me saqué el preconcepto de que los americanos eran un público frío y correcto.
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Cuando terminaron de tocar, vi pasar a lo lejos a un chico con una camiseta argentina. Era Nicolás. Dejé mi bolso tirado, salí corriendo gritando ‘¡Nico! ¡Nico! ¡Nico!’ y nos abrazamos. Me contó que se había comprado una carpa y que se iba a quedar con un grupo de latinos que acababa de conocer. Yo me había preparado mentalmente para dormir apoyado en mi bolso y en medio de la intemperie. Le pregunté si podía quedarme con él y aceptó. En la zona de camping había un ambiente muy loco de comunidad. En las noches se hacían fiestas electrónicas donde podías ver a un pibe con una remera de Slayer bailando con una piba de estilo playero . Eso no era normal en el 99. En realidad, había fiesta las 24 horas del día. Mucha droga, mucha desnudez, cero agresiones. Al día siguiente, tocaban ni más ni menos que Limp Bizkit , Rage Against the Machine y cerraba Metallica . Estaba enloquecido.
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A la mañana, fuimos a la ciudad para aprovisionarnos de comida y al volver vi cosas que no me esperaba. En la entrada, los agentes de seguridad tiraban litros y litros de alcohol hasta que uno de ellos gritó: ‘¡Fuck it! ¡This is Woodstock 99! ¡Come on!’ Dejaron de controlar la entrada y se coló muchísima gente. Otros entraron con manillas falsas de 10 dólares. También vi que rompieron algunas vallas que flanqueban el predio para meter droga, alcohol y todo lo que te podás imaginar.
En la tarde llegó lo bueno, y empezaron los incidentes. El show de Limp Bizkit fue muy muy muy intenso. Hacía un calor atroz, al menos 37 grados. Cuando tocaron Break Stuff , todo se puso muy hardcore. Varias personas se montaron en las torres de control, arrancaron los bloques de madera que las recubrían y las usaron como tablas para ‘surfear’ en la multitud. El propio Fred Durst, vocal de la banda, cantó sobre una de ellas. Yo debo haber visto en mi vida unas 120 bandas internacionales y el show de Limp Bizkit está entre los más intensos. Sin embargo, yo percibí una descarga de adrenalina, no violencia. Si tú te caías de las tablas o en medio del pogo, te levantaban. Si te sentías deshidratado, te daban agua. Al finalizar el show, una persona de la organización subió a tarima y advirtió que si el público no se calmaba, se cancelarían las presentaciones de Rage Against the Machine y Metallica. La noche terminó sin caos.
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El tema de la hidratación era muy bravo. Tenías que hacer filas como si fueras al subte para llenar una botella de agua. Y comprar era una opción descartada. Cada botella costaba 4 dólares. Encima todo quedaba muy lejos. Ir de un escenario a otro nos llevaba 40 minutos. Durante el tercer día noté las consecuencias de esos problemas logísticos. Muchos se veían cansados y otros lucían drogados: deambulaban desnudos sin norte. En la noche llegó el dilema. En el escenario principal cerraba Red Hot Chilli Peppers y en el secundario Megadeth. Yo decidí quedarme a ver a los Peppers, quienes acababan de lanzar el icónico Californication (1999). Cuando tocaron Fire , cover de Jimmy Hendrix, algunas personas prendieron fogatas en el suelo y vi a lo lejos que una de las torres de producción cayó en llamas. Después del show, empezaron a romper cosas por romper cosas. Muchos querían llevarse un trofeo de este festival histórico, por eso arrancaron trozos de los bloques de madera que flanqueaban el predio y robaron merchandising .
Sin embargo, el caos era focalizado. Los incidentes eran sueltos. A pesar de que vi mucha gente alcoholizada y drogada, no vi que nadie molestara a nadie. No vi tampoco una sola riña. No sentí miedo, sentí que vivía un momento histórico. Vos sos periodista y sabés que vende mucho más el avión que se cae que el avión que llega . Al día siguiente, solo veía en las tapas de los diarios los incidentes. No reseñaron los shows increíbles ni las historias de las miles de personas que vivieron el festival de su vida, como yo. Woodstock 99 juntó bandas que estaban en su mejor momento y que, de alguna manera, cambiaron el destino del rock (Rage Against the Machine, Metallica, Red Hot Chilli Peppers, Korn y Limp Bizkit). Cuando volví al hotel en Nueva York, llamé por teléfono a mi mamá. Estaba preocupadísima por lo que pasaron en la tele. Yo le respondí: ‘Estoy perfecto. Tengo muchas cosas para contarte y no tienen que ver con quilombo’.
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