Por: William Martínez // Fotos: Daniel Álvarez
Hay agrupaciones que deciden callarse en los conciertos. Todo lo que tienen que decir está en sus letras. Hay agrupaciones que toman posición en medio de una coyuntura política y utilizan la tarima para mandar su mensaje. Hay agrupaciones que, en cambio, optan por discursitos complacientes para levantar los alaridos uniformes de la multitud. Es el caso de Green Day, la banda californiana de pop punk que tocó este viernes en Bogotá. Aunque su más reciente álbum, Revolution Radio , intenta escarbar las razones de los tiroteos masivos en Estados Unidos y narra los pasos a tumbos de algunos jóvenes de ese país, sumidos en drogas y armas, ellos eligieron encoger su discurso, como cualquier agrupación pop reventada por la fama: “No más corrupción. No más leyes. No más homofobia. Estamos celebrando el Rock and roll. Somos amor”, gritaba Billie Joe Amstrong, su vocalista.
“No somos Green Day de Estados Unidos. Somos Green Day de Colombia”, continuaba Billie Joe, envuelto en la bandera tricolor, haciendo patria. Si bien un concierto no es un coloquio y Green Day no es una agrupación con pretensiones intelectuales, tampoco su presentación debería parecer el evento de campaña de un político populista. La euforia que desató cada frase de Billie Joe este viernes y también cada frase de Bono hace un mes y de Mick Jagger hace año y medio prueba que a una porción grande de los rockeros colombianos les encanta que les calienten el oído con panfletos moralistas y pobres. Esa tendencia nuestra, tan arraigada, de rendirnos ante el extranjero.
Para quien esté sintonizado con el espíritu de Green Day, su puesta en escena resultó de ensueño. Billie Joe alentaba y alentaba y alentaba los coros del público —su voz y su energía siguen vigentes—, el baterista Tré Cool se paseaba en triciclo por el escenario, el bajista Mike Dirnt se ponía máscaras y jugaba con la gente. Al fondo, emergían corrientes de fuego, llovían chispas. Y lo mejor de la noche: la participación de tres seguidores en tarima. Su protagonismo. Billie Joe se apartó en una esquina, mientras ellos, en distintas canciones, agarraron el micrófono y gritaron, bailaron, tropezaron de la emoción y saltaron sobre la masa de cabezas. Ese gesto —derribar la jerarquía artista-público de forma cariñosa, sincera— fue quizás el mayor acierto del performance.
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Fue, sin embargo, un concierto muy interrumpido. Green Day no tocó tres canciones de corrido porque le dio prioridad al artificio: Billie Joe pidió corear al público de una y mil maneras hasta el hastío, disparó con una manguera chorros de agua, lanzó camisetas, etcétera. Cierta parafernalia que hizo extrañar la sencillez y la intensidad de dos conciertos de punk rock que tuvieron lugar en Bogotá en 2016: Bad Religion y The Offspring. La primera tocó 24 canciones en una hora; la segunda, 19 en una hora y 10 minutos; Green Day, 30 en cerca de tres horas. Los orgasmos no se logran con tantos intervalos.
El concierto también fue una montaña rusa emocional. Las tres canciones que sirvieron de antesala al show de los californianos — Bohemian Rhapsody de Queen, Blitzkrieg Bop de los Ramones y Also Sprach Zarathustra de Richard Strauss— fueron coreadas a todo pulmón y tarareadas por el público. La primera fase del toque, que combinó canciones de Revolution Radio y American Idiot , fue explosiva. Tres generaciones —adultos contemporáneos, los nacidos en los noventa y los nacidos en el 2000— se volcaron al pogo. Pero después llegó un tiempo muerto, en el que sobraron los artificios ya mencionados. Durante cuatro o cinco canciones, especialmente de álbumes editados en los años noventa, el público apenas se mecía. Un silencio muy parecido al aburrimiento. El concierto resucitó con los clásicos de Dookie ( She y Basket Case ) y los de American idiot ( American Idiot y Jesus of Suburbia , ésta última encerró para mí el momento estremecedor de la noche). Para finalizar, Billy Joe, guitarra acústica en mano, provocó un aluvión de nostalgia con esa voz que lleva 31 años sonando idéntico.
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Green Day, con integrantes que rodean los 45 años, demostró su vitalidad musical en Bogotá. Sin embargo, su violencia juvenil pervive tanto como su discurso blandito, endulcorado. Un discurso, una mentalidad, que no logró nunca reventar la costuras de su identidad adolescente.
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