La foto de un huevo sobre un fondo blanco tiene, probablemente, más seguidores en Instagram que su artista favorito. ¿Son los números un indicador creíble del éxito? ¿Deberíamos confiar en quien tiene más seguidores en Internet?
Por Fabián Páez López @davidchaka
En otros tiempos, ante la proposición de escuchar “los más virales”, la reacción natural de cualquiera habría sido, como mínimo, pedir un tapabocas. Como es bien sabido, en el reino digital, la viralidad cobró otro sentido. Hoy es el mérito mayor de productores de todo tipo de contenido. Desde youtubers a escritores, opinadores, marcas y cuentachistes hasta músicos, anhelan que sus obras alcancen ese infeccioso atributo. El consumo en Internet lo rige la dictadura de lo viral. Los clics, los números de reproducciones, los comentarios y ese despreciable anglicismo que no hemos querido traducir, el ‘engagement’, son la moneda de cambio que determina lo que vemos y escuchamos.
En el campo de la música, sobredimensionar esas cifras ha tenido consecuencias poco gratas. Una de ellas, es que quienes se promocionan como artistas han hecho de los números el bling-bling del reconocimiento. Una de cada dos notas de prensa o comunicados sobre un músico (por no decir que todas), presentan el proyecto exhibiendo cifras de seguidores en Facebook o números de reproducciones en YouTube. Algo así como el “millón de copias obligao” del que tanto hablan Wisin y Yandel. Una carta de presentación que, además de ser poco ilustrativa, y a diferencia de las ventas físicas que sí podrían demostrar popularidad, es poco confiable. Sobre todo, si recordamos que hace un año, cuando Twitter hizo una purga y eliminó los perfiles falsos, dos de las cuentas que perdieron más seguidores fueron las de Lady Gaga y Taylor Swift. Ambas, estrellas pop supervendedoras y cuyos conciertos son impagables para el salario promedio colombiano.
Hace un año también, el periódico The New York Times publicó una investigación que revelaba la mafia detrás de la compra y venta seguidores falsos, conocidos como bots. O, mejor dicho, de popularidad falsa. Dicha investigación, señalaba entre los clientes de Devumi, compañía acusada de vender bots a celebridades emergentes, a otro nombre que hoy por hoy es bien conocido en las pistas de baile: Dj Snake.
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Vale la pena preguntarse qué tanto han influido los números digitales de estos artistas a la hora de cerrar contratos con festivales o en la decisión de programadores de radio. Pero ostentar números dudosos no es la peor de las consecuencias del triunfo de lo viral.
Mucho más sombrío que maquillar las cifras, es que los listados de popularidad y las recomendaciones de las principales plataformas de streaming, a las que muchos acudimos cuando no encontramos qué poner, están basados en esos números. La economía digital está interviniendo, directamente, en nuestro criterio sobre lo que nos gusta y lo que no.
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¿Quiere decir esto que nos gustan canciones como Despacito, Gangnam Style, See You Again o Shape of You , solo porque creímos que le gustaron a mucha gente? Probablemente no del todo, pero sí hay que atribuirle un alto porcentaje al arrastre de la popularidad.
El crítico de música Carl Wilson, cita en su libro Música de mierda ( Let’s Talk about Love , en su versión en inglés) un estudio hecho por un grupo de sociólogos en la Universidad de Columbia en el que utilizaron Internet para generar simulaciones a gran escala del comportamiento de la cultura de masas.
“Los investigadores crearon un sitio web llamado Music Lab y pidieron a los 14 participantes registrados que «escucharan, valoraran y, si así lo decidían, descargaran canciones de bandas de las que no habían oído hablar nunca». Un grupo podía ver solo los títulos de las canciones y los nombres de las bandas; los demás estaban divididos en ocho «mundos» y podían ver qué canciones acumulaban más descargas en su «mundo». En estos «mundos de influencia social», en cuanto una canción generaba unas pocas descargas, había más gente que empezaba a descargarla. Las canciones con una alta valoración obtenían resultados algo mejores, pero cada mundo tenía unos hits distintos en función de qué canciones hubieran cuajado inicialmente”.
A ese efecto generado por las elecciones de los demás se le conoce científicamente como “ventaja acumulativa” o conexión preferencial, y dicta que la popularidad tiende a amplificarse de manera exponencial. Es decir, que si un individuo consigue una pequeña ventaja sobre el resto de la población, esta tenderá a acumularse a lo largo del tiempo, mejorando así la situación del agente según la métrica que define esta ventaja.
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Esto, dice Wilson, no quiere decir que en cuestión de gustos musicales seamos simples ovejas de pastoreo, sino que tiene que ver con una necesidad social. Necesitamos compartir gustos con los círculos que nos rodean, tener referentes compartidos para hablar de ellos. Y no solo es eso. “También nos sentimos inseguros respecto a nuestras opiniones y queremos compararlas con las de los demás. Así pues, es posible que las canciones sean famosas simplemente porque son famosas”.
En todo caso, fuera de línea, el proceso que desemboca en la masificación de un tipo de música es aleatorio. La historia está llena de casos en los que un pequeño círculo de seguidores arrastra a sus ídolos a lo masivo. Géneros o personajes que en un principio eran señalados como arquetipo del mal gusto invirtieron su rol y ampliaron su aceptación por pura y simple acción de la ventaja acumulativa. En su libro Carl Wilson lo demuestra bien con la historia de Céline Dion en Canadá, pero en nuestro contexto se entiende mejor con el género más controversial, el reggaetón. Y J Balvin puede ser el embajador del caso, pues en menos de diez años pasó de ser enemigo de la crítica (Lea más acá en Sin ánimo de ofender, ¿qué fue lo que les hizo el reggaetón? a ser reclamado en los escenarios más importantes de lo indie y lo alternativo (Vea también: J Balvin en Coachella, triunfo del reggaetón o la muerte de los géneros
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Sin duda alguna, influyó el hecho de que el reggaetón fuera tan definitivo para la socialización y la vida fiestera de una generación. Además de la aceptación internacional, que glorificó al género y lo desligó de los estigmas de clase que cargaba en Latinoamérica. Una jugada que desbarató el juicio de muchos.
Today as I was walking home after my run I saw a large lemon rolling down the hill. It kept rolling for about a quarter mile. And now you can see it, too. pic.twitter.com/dQoHi4RrXS
— @sakeriver@mstdn.social (@sakeriver) July 11, 2018
Desde luego, hay otros factores sociales que determinan el gusto y la popularidad de la música. Como la pertenencia a ciertos círculos sociales, los discursos identitarios o el hecho de que, como dice el filósofo Byung Chul Han, en la era de lo hipercultural la tendencia es ver lo cool en el consumo musical omnívoro y desprejuiciado. Pero, si lo pensamos desde la red, sí quedan por hacerse varias preguntas. Pues en internet la influencia social puede ser reemplazada por perfiles falsos y algoritmos fraudulentos. La virtualidad del “otro”, traducida en números, vuelve todo más complicado.
Ahora que se ha comprobado cuán fácil es inflar números de seguidores, de reproducciones y Me gusta, ¿qué tanto control tenemos sobre lo que creemos que es bueno? De alguna forma, mercadear la música en redes sociales y en plataformas como YouTube, está privilegiando nuestro gusto de acuerdo a algoritmos.
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Y lo más importante, ¿qué nos puede decir de eso el hecho de que la foto de un huevo sobre un fondo blanco, y del que ni siquiera sabemos si es de gallina feliz, sea la portadora del record de más Me gusta en Instagram? ¿O que el video de un limón rodando por la calle tenga más reproducciones que nuestro artista favorito?