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Mi primer recuerdo de Bad Religion: "Este presagio de muerte no me pertenece"

Hace 20 años vio la luz 'The Empire Strikes First', álbum de la emblemática banda de punk rock Bad Religion. Aquí William Martínez nos cuenta la historia de cómo apareció ese disco en su vida y lo ayudó a resignificar sus dolores más hondos.

Bad Religion en KROQ's Almost Acoustic Christmas 2010 - Day 1
De izquierda a derecha Jay Bentley, Greg Graffin y Brett Gurewitz de Bad Religion en el KROQ's Almost Acoustic Christmas 2010. Diciembre 11 de 2010 en California.
// Foto por Noel Vasquez/Getty Images

Tenía 12 años cuando mis padres decidieron separar sus vidas. Mi papá resistió el trago de la derrota con amor propio y ansiolíticos, y mi mamá, quien quiso marcharse, alquiló un cuarto en una casa marchita cuyo dueño era un hombre alcohólico.

Ella dormía en un colchón en el suelo. No tenía muebles ni electrodomésticos. Abandonó la finca con piscina y la ropa cara y la estabilidad económica que mi papá proveía para emanciparse y recuperar el goce existencial. Yo me quedé en la casa paterna. No recuerdo haber tenido voz en la decisión. Fue quizás lo más responsable.

En la soledad de una casa de tres pisos, donde la amargura del duelo se había apoderado del ambiente, empecé a buscar formas de contener los pensamientos intrusivos. Por entonces no leía ni dibujaba ni veía series animadas, pero sí tenía un ritual al finalizar las tardes. Con la luz apagada, y el miedo entrando por las costuras de mi ropa, encendía el televisor para ver Reportaje al misterio, un programa del Canal Uno que reconstruye casos judiciales escabrosos casi siempre irresueltos.

Mi casa empezó a poblarse de seres con energías siniestras. Bajaba las escaleras con la cabeza enmarañada por la sugestión y sentía que alguien o algo me iba a acechar en el último peldaño. Pero esa es otra historia. La historia que vine a contar es cómo me vinculé afectivamente con un álbum de una banda de punk rock que removió todo lo que era y todo en lo que creía. 

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Haciendo zapping llegué a MTV, que en ese momento bombardeaba al público latinoamericano con pop punk y emo. Era 2004, el año en que vieron la luz hitos como Catalyst de New Found Glory, Three Cheers for Sweet Revenge de My Chemical Romance, Chuck de Sum 41, entre muchos otros.

Aunque esta fue la banda sonora de la adolescencia de muchos allegados, y parecía imposible aislarse de su contagio emocional, nunca formaron parte de mi biblioteca sentimental. Algo de su escapismo adolescente, de su excesiva preocupación por las relaciones sexoafectivas, de su devoción por el amor romántico y de su rebeldía de baja intensidad no me cazaba. Esto no lo entendí en la época, sino muchos años después, cuando empecé a revisitar el origen de mis traumas. Aún la música no tenía el poder de afectarme. Todavía la música no llevaba luz a sitios de mi cuerpo a los que nada más llega. No solo se avecinaba un despertar afectivo, sino intelectual, espiritual y político. 

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Mi formación musical fue moldeada por un pequeño local underground ubicado en una feria artesanal, a cinco cuadras de mi colegio, el Colegio Claretiano.

Era un colegio pudiente, equipado con canchas de fútbol, piscina y coliseo, ubicado en Bosa, una de las localidades más pobres y violentas de Bogotá. Crecí habitando mundos paralelos. Por la ventana de mi ruta veía trochas consumidas por el abandono en las que robaban con frecuencia a mis compañeros. Caminando por sus calles y plazas conocí la informalidad laboral, la indiferencia humana con los animales, la furia que produce la carencia.

Pero también pude percibir hambre de lucha, recursividad y gratitud por la vida. “Las imágenes de lo desconocido exigen nuevas formas”, escribió Rimbaud en mayo de 1871. Necesitaba nuevas herramientas para entender la realidad, para no ser engullido y vomitado por ella.

No diré que el local se trataba de un santuario de la música alternativa, porque era en verdad un sitio modesto, sin mucho catálogo musical y con nulo esmero decorativo. Sin embargo, tenía todo lo que nunca vi en MTV.

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Empecé a perder el bus del colegio con sagrada disciplina para pasar horas revisando, sobre un mostrador de vidrio, estuches de discos clasificados según el género: punk, hardcore, metal, hip-hop. Ajeno a las rígidas divisiones que reinaban en tiempos de tribus urbanas, en los que era inmoral mezclar en la misma estantería álbumes de bandas anarquistas y bandas skate, el estuche de punk mezclaba sin sesgos toda clase de ramificaciones. Esto definiría para siempre mi consumo promiscuo del género.

El primer álbum que compré fue The Greatest Songs Ever Written (By Us!) de NOFX, un bombazo enérgico de 61 minutos que me permitió conocer la época dorada de los californianos. Con este álbum descubrí que las vidas dañadas, en toda su capacidad autodestructiva, son capaces de ofrecer una extraña lucidez. Encontré en sus baterías veloces y sus letras satíricas una forma de canalizar mi herida familiar. Demoré algunos días en reponerme emocionalmente y volví al local por más droga. 

The Empire Strikes First album de Bad Religion 2004
Portada álbum The Empire Strikes Firts (2004)
// Bad Religion

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Me inquietó la portada de un disco. No tenía el nombre de la banda. Tampoco el nombre del álbum. Una figura masculina en alto contraste mostraba las manos juntas, en forma de rezo. El telón de fondo era una bandera gringa invertida bañada en colores rojo y negro. Luego sabría que por esos años el movimiento street art estaba en auge global y que esa imagen, una especie de cartel político de protesta, guardaba similitudes con las piezas del artista urbano estadounidense Shepard Fairey que cubrían los muros de Nueva York y denunciaban la vigilancia estatal ilegal a los ciudadanos. En la contraportada, en letras corridas por la impresión defectuosa, leí Bad Religion – The Empire Strikes First.

En la soledad de la sala de mi casa puse el disco en el equipo de sonido. Contrario a los álbumes de punk que había escuchado hasta entonces, The Empire Strikes First abre con una pieza instrumental de atmósfera siniestra acompasada por coros gregorianos. ¿Coros celestiales en un disco de punk y, más aún, provenientes de una banda antirreligiosa?

No sabía ante qué estaba. Un minuto y nueve segundos de aura misteriosa se quiebran abruptamente con un golpe de adrenalina llamado Sinister Rouge. Nunca había escuchado unas baterías tan rápidas en mi vida, y lo más inquietante: guiadas por la voz principal de Greg Graffin que exuda armonía y unas segundas voces que me elevaron y conectaron con mi espiritualidad dormida. Me dije: no es mío ese presagio de muerte que está alojado en mi cabeza. Proviene del ambiente. No sé dónde poner las cosas viejas, es cierto, pero ese presagio de muerte no me pertenece.

Muchas veces he intentado revivir ese instante decisivo poniendo el arranque del álbum en mi sala. El resultado es invariable: las ganas de llorar me recorren el pecho, se emplazan en la garganta, y quedo abatido en el sofá por algunos minutos. El día que deje de sentirlo habrá fenecido una parte de mi juventud. Tal vez la más valiosa. La que mostró qué hay después del dolor.

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"Sin Bad Religion, el punk rock sería otra cosa"

Quienes solo alojan en su memoria un recuerdo lejano de Bad Religion, ya sea por la enorme difusión mediática que tuvo el himno American Jesus (1993) o la aparición de You (1989) en el videojuego Pro Skater 2 de Tony Hawk, tienen que saber esto: cuando los seguidores del punk a finales de los años ochenta comenzaron a aceptar que la fórmula se había agotado, la inesperada fusión de melodías, armonías y letras filosóficas de Bad Religion devolvió fuego al género.

Sin su álbum Suffer (1988), Epitaph Records, el emblemático sello discográfico alternativo, nunca habría despegado. Sin Epitaph, Pennywise, NOFX, Rancid y The Offspring no habrían impactado con tal fuerza a la juventud global. Y sin esos grupos, el estallido punk del año 1994 no se habría producido. Por ende, no se habría celebrado el festival Vans Warped Tour en 1995 ni la cadena de tiendas Hot Topic se habría popularizado.

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Si el punk no hubiese hecho metamorfosis hacia lo comercial, todos los grupos que vendrían después, desde Jimmy Eat World hasta Fall Out Boy, desde Against Me! hasta Joyce Manor, habrían tenido unas trayectorias muy distintas. Dicho en otras palabras: sin Bad Religion, el panorama actual del punk rock sería otra cosa. 

Para entender el concepto de The Empire Strikes First, el decimotercer álbum de la agrupación nacida en Los Ángeles, California, debemos remontarnos al 20 de marzo de 2003, el día en que el gobierno de Estados Unidos atacó el palacio presidencial de Bagdad, Irak. George W. Bush, presidente del país y comandante en jefe de la operación, justificó la ofensiva declarando que era necesario eliminar las armas de destrucción masiva iraquíes, poniendo como antecedente los atentados del 11 de septiembre. Las bombas empezaron a llover sobre Bagdad, mientras hombres, mujeres, niños y animales conciliaban el sueño, a pesar de que Irak no había tenido nada que ver en el plan liderado por Osama Bin Laden. Escudado en esta ficción, el imperio penetró y construyó un reducto con petróleo en Oriente Medio.

Los integrantes de Bad Religion eran parte de los ciudadanos indignados con la actuación de su gobierno. En ese momento, cuestionar las decisiones de la nación y manifestarlo públicamente era especialmente arduo: después del 11-S, todo acto de protesta se percibía como un gesto antipatriótico. A pesar de que las letras de la banda solían tener un carácter introspectivo, filosófico y sociológico, esta vez optaron por hacer un disco de actualidad, inspirado por la invasión brutal e innecesaria de Estados Unidos a Irak. En vísperas de las elecciones presidenciales de 2004, Bad Religion apostó todo para que Bush no fuera reelegido. Tras unos comicios recordados por las irregularidades en Ohio, el hombre incapaz de rememorar un libro que lo hubiera marcado fue reelegido.

Este disco, por otro lado, representa un hito en la experimentación sonora de los californianos. En los años noventa, sus experimentos solían desembocar en temas más lentos y sutiles, amarrados a la sensibilidad del country, del folk y del rock alternativo. La primera vez que la banda jugó con un sonido más pesado y veloz fue en The Empire Strikes First. Allí su punk rock se adentra en las atmósferas góticas y espirituales para ensamblar un sonido agresivamente elegante y oscuramente dulce.

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Incluso en temas como Let Them Eat War incursionan inesperadamente en el rap. El artista Sage Francis, que formó parte del primer movimiento del backpack hip hop y la poesía slam, ironiza sobre el respaldo que recibió Bush por parte de la clase trabajadora.

Bad Religion sesión de fotos
La banda norteamericana de punk rock band Bad Religion de izquierda a derecha: el bajista Jay Bentley, baterista Bobby Schayer, vocalista Greg Graffin, guitarrista Brian Baker y guitarrista Gregg Hetson en julio de 1998 en California.
// Foto de Bob Berg/Getty Images

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1984, la distopía de George Orwell, fue uno de los filtros utilizados por la banda para descifrar su momento histórico. Conectaron la hipervigilancia del Estado sobre los obreros presente en la novela con el poder del Gobierno norteamericano para convencer al grueso de los ciudadanos de que solo aplicando la fuerza bruta sobre sus enemigos el imperio sanaría su herida de confianza y recuperaría el pundonor. Los dos minutos de odio de 1984 son equivalentes a la descarga de odio que propiciaba Fox News, el canal de noticias de línea conservadora que respaldó la invasión a Irak.

La habitación 101 del libro podría ser Guantánamo, una prisión para sospechosos de terrorismo ideada por el Gobierno de Estados Unidos que se convirtió en icono infame de torturas para presos políticos. Emmanuel Goldstein, el traidor de la patria, podrían ser los iraquíes, y la policía del pensamiento que aliena a los trabajadores la Ley Patriota.

No me hice lector leyendo literatura, sino leyendo todo lo que encontraba en internet para destejer la trama Bad Religion.

Pero no todas las canciones del álbum giran en torno a la coyuntura política, como lo evidencia la biografía oficial del grupo, Do What You Want (2020).

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Los Angeles is Burning, por ejemplo, utiliza la época de incendios que vive Los Ángeles anualmente como metáfora de todos aquellos que habían llegado a la ciudad seducidos por la fama y el privilegio y se habían percatado de cómo la vanidad y la superficialidad que cubrían las relaciones sociales les estaba destruyendo la vida. Por otro lado, Beyond Electric Dreams, uno de los pocos temas del grupo que supera los cuatro minutos, evoca las montañas de Sierra Nevada, el lugar al que Brett Gurewitz, el guitarrista fundador, se ha sentido conectado desde la adolescencia.

Las montañas son su iglesia: el asidero donde escapa de las convenciones sociales y se recarga psíquicamente. Este álbum puede leerse también como un manifiesto espiritual. Por medio de las canciones Atheist peace y God’s love, empecé a entender cómo la noción de culpa judeocristiana y el modelo de desarrollo neoliberal fabricaban mentes torturadas, y cómo la elección de no creer puede convertirse en una fuente de paz. 

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En un viaje reciente a Medellín conocí a una mujer punk rocker. Mientras escuchábamos completo The Empire Strikes First, ella me planteó una pregunta que hasta ahora nadie me había hecho: ¿por qué un adolescente se hizo devoto de un disco cero adolescente, con esa espesura política y espiritual?

Regresé con la pregunta a Bogotá. Ahora no puedo articular una respuesta cabal, pero sí puedo decir esto: mi referente más cercano del amor había tenido un final turbio, decadente, pendenciero y ruinoso. Yo no sabía que podía construir otras formas de amar y de ser amado. Decidí protegerme y mirar hacia afuera. Empecé entonces a explorar los deseos y los padecimientos humanos en libros, películas, galerías de arte y espacios anarquistas. Saqué el cuerpo de la torre de marfil, lo llevé a conciertos de punk rock, lo lancé de terceros pisos, lo llené de cicatrices y lo volví a levantar. Confronté los ideales de progreso de mi familia. Los desactivé y los sepulté para inventarme un yo.

Aunque se resistió, ese yo, que luego se hizo periodista, entró en la mecánica de deseo del sistema. Portadas de periódicos y revistas. Grandes investigaciones para Netflix. Escritura de libros institucionales. Elogios. Delirios de grandeza. Autoexplotación disfrazada de libertad creativa. Libertad creativa con el cuerpo enfermo y la mente insana. Libertad creativa para qué. En nombre de qué. Intestino inflamado. El caos del mundo recorriéndome el pecho. Perforando. Noches de mierda. Implorar que todo acabe.

El 6 de diciembre de 2023, después de una difícil cirugía de rodilla, me embarqué en el proceso de demolición de mi vida actual. El rito fue ambientado con The Empire Strikes First.

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Dejé de pensar mecánicamente en el día siguiente, en el artículo que debía escribir, en el delirio de ser relevante. Mi autodestrucción elegida no tiene que ver con el ensimismamiento tenebroso y la pulsión suicida. Mi autodestrucción está emparentada con la de John Lydon, líder de los Sex Pistols, que no tuvo más remedio que demoler su personaje público de anarquista/anticristo para poder sobrevivir, para dejar de recibir golpizas de patriotas ingleses enfurecidos después de haber lanzado el sencillo God Save The Queen en mayo de 1977. Estoy dejando agonizar a mi hombre-máquina para poder buscarme otra vida. Escribo sobre lo que se me antoja porque estoy comprometido con mi sensibilidad y porque es lo que tengo que hacer para seguir vivo. Es mi acción sin mérito.

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En 2016 Bad Religion desencadenó un pogo épico en el Festival Estéreo Picnic, aquí lo documentamos.

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