Estuvimos en el epicentro de uno de los movimientos con más carácter que se ha podido gestar en los últimos tiempos: el festival Afropunk.
Fotos y texto: Fabián Páez López // @davidchaka
Nació en 2005 y se celebra cada año en Brooklyn, pero ha extendido sus poderosos tentáculos a otras latitudes; hoy, ciudades como Londres, París y Atlanta tienen su propia versión anual del festival. Todas comparten las mismas reglas. Son dos días de música con un line up completo de músicos negros.
Este año, el cartel de la fiesta en Brooklyn lo comandaron voces virtuosas que ya pasean por circuitos mainstream: Gary Clark Jr .; Anderson Paak; Macy Gray; Soul II Soul; Michael Kiwanuka; Raphael Saadiq; Sampha; Macy Gray; Protoje; Solange (la hermana de Beyoncé); y el dj haitiano-canadiense Kaytranada. Además de una muy fina selección de proyectos emergentes. A ese line up, sumémosle, que en la tarima también se pararon nada más ni nada menos que el legendario director de cine Spike Lee y el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio. Pero vamos por partes.
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Había ido un día antes a tantear el terreno a Brooklyn, pero el sábado, día de la primera jornada del Afropunk, desde muy temprano, todo era más colorido. Ya no se veían tantos de los vecinos judíos jasídicos con su clásica uniformidad de saco negro, camisa blanca y sombrero (desde luego, se preparaban para su descanso de sabbath). El contraste era contundente. Afuera del Commodore Barry Park , sitio que el resto del año opera como campo de beisbol, se avisaba la exuberancia del evento: miles de jóvenes negros transitaban como en una pasarela con sus bordados africanos, peinados elaborados, perforaciones, mallas y vestidos de las variedades más impensadas.
De un perfil tradicionalmente industrial, Brooklyn, el lugar donde nació el Afropunk, es una de las cinco microrepublicas-casi-independientes que componen la ciudad de Nueva York; vecina de Manhattan, Queens, Staten Island y El Bronx. La mayoría de sus habitantes (como en todo Estados Unidos, muy a pesar de Trump) son hijos de emigrantes africanos, judíos jasídicos ultraortodoxos, latinos y holandeses. En ese entorno multicultural, y después de la recesión económica, empezó a cocinarse en la zona una explosión artística y cultural que la ha convertido en un atractivo turístico con un aire muy progresista. El Afropunk, aunque todavía no tan popular en el mapa festivalero, sin duda, es uno de los espacios que ha empujado ese renacer de Brooklyn. No solo por el festival, sino por promover la autogestión, la creatividad y el orgullo propio.
Todo empezó en 2003 con el estreno de Afro-Punk: A Rock and Roll Nigger Experience, un filme documental dirigido por Jocelyn Cooper y Matthew Morgan. La película exploraba el lugar de los afroamericanos en una escena mayoritariamente blanca, la del punk rock. Después de una proyección de la cinta en el Festival de cine Panamericano, en el Brooklyn Academy of Music (BAM), se inauguró el primer Afropunk: eran cuatro días de películas y tres de música organizados entre los directores del documental y el BAM. Pasó el tiempo, Cooper se apartó del proyecto, que quedó en manos de Morgan, y de los 40 jóvenes que asistieron a la primera edición en 2005 pasaron a ser hoy 20.000. Se incluyeron proyectos hechos por músicos negros que no necesariamente hacían punk rock y el festival se extendió a Atlanta, Paris y recientemente a Londres.
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En esta edición sobrevivió un escenario que recuerda los inicios del movimiento y se dedicó a las bandas jóvenes de punk rock, aunque fue el menos transitado: el Pink Stage. A esta altura, las banderas del festival no tienen mucho que ver con el género musical. Junto al segundo escenario más grande, el Red Stage, donde hicieron actos destacados el nominado al Grammy Anderson Paak y el rapero londinense Dizzie Rascal, había dos carteles gigantes con una especie de manifiesto: No Sexism. No Racism. No ableism (en español, ableismo; es decir, no discriminación por las capacidades físicas). No ageism (que en nuestro idioma se refiere a la no discriminación por edad). No Homophobia. No Fatphobia. No Transphobia y, finalmente, No Hate . Este año, la comunicación oficial del festival sumó una más a la lista: No Trumpism .
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Otras tres escenarios componían la oferta musical, además, por supuesto, de las carpas de activismo y productos de diseño independiente. El Gold Stage presentó actos como el de Macy Gray, los clásicos Soul II Soul y un apoteósico y bailable cierre electrónico de dos horas con un set de Kaytranada.
La tarima principal era el Green Stage. Allí, al final de la noche de sábado, hizo su aparición Solange con un lleno total. El preludio lo hizo el alcalde de Nueva York Bill Di Blasio, quien cogió el micrófono para hablar de la importancia del festival y de la comunidad negra en Nueva York. Una intervención no menor en la Norteamérica actual, todavía con problemas raciales latentes que se han hecho notar con la creciente ola de manifestaciones de los supremacistas blancos.
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El domingo, el encargado de cerrar la fiesta en el Green Stage fue el gran Raphael Saadiq, también antecedido por un invitado ilustre: el legendario cineasta negro Spike Lee, que estaba presentando y promocionando el tráiler de su primera serie hecha para Netflix: She’s gotta have it, inspirada en la vida de una joven que crece en el vecindario del festival, Brooklyn. En medio del Green Stage estaba el Black Stage, donde varios proyectos emergentes y dj hicieron su aparición en cada interludio. De las propuestas nuevas, Junior Astronomers, Kamau y Sinkane fueron mis favoritos.
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El festival en Brooklyn es solo el núcleo de un movimiento global, es una manifestación rotunda de la creatividad y el poderío de las voces negras urbanas y alternativas; es la redefinición de la cultura a través de las acciones creativas individuales y colectivas. Es un lugar seguro y libre. Es una cachetada al racismo. Afropunk es, sin duda alguna, una de las movidas contraculturales con más carácter que se han podido gestar en los últimos tiempos. Y también una de las más necesarias.
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