Comer slow no es solo comer lento, es comer “bueno, limpio y justo”. Esta es la consigna de un movimiento que nació en Italia como respuesta a la estandarización del gusto gastronómico. En 1986, cuando Europa empezó a llenarse de McDonald’s, el periodista Carlo Petrini, preocupado por la americanización en la producción y consumo de alimentos, decidió impulsar este movimiento que hoy es una red ecogastronómica internacional con más de 85.000 socios organizados en 132 países, entre ellos Colombia. Slow Food es una alternativa para contrarrestar los efectos de la comida rápida y la vida rápida, la desaparición de las tradiciones y la falta de interés de las personas por lo que comen, de dónde viene y a que sabe.
Por: Fabián Páez López @davidchaka. // Fotografía: Camila Díaz. //Ilustración: Cristian Escobar.
Si bien últimamente se ha masificado el consumo de productos con la etiqueta de orgánicos o naturales, Slow Food ha ampliado la mira; el movimiento no solo propone que la alimentación sea saludable, sino que promueve la protección de los métodos de cultivo tradicionales y sostenibles, así como la defensa de la biodiversidad de las variedades cultivadas y silvestres.
La comida rápida ha sido la forma en la que la producción industrializada ha incursionado en nuestras formas de consumir alimentos. Pedimos y comemos de afán. Cuando nos acostumbramos a comer por salir del paso se pierden muchos sabores y tipos de preparación. Es por eso que el movimiento cree que la mejor forma de actuar contra el Fast Food y los alimentos estandarizados de mala calidad, y así salvar las recetas locales, los productos tradicionales, las variedades vegetales y las especies animales amenazadas, es la educación del gusto. Saber apreciar los alimentos, la sociabilidad, la labor de los productores y la importancia de la variedad y de la biodiversidad, es un valor clave de la filosofía de Slow Food.
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Slow living
Ese interés, casi nostálgico, por una vida más lenta ha trascendido la gastronomía y se ha convertido en una filosofía de vida. En 1982 el médico Larrey Dossey diagnosticó por primera vez la enfermedad del tiempo; su principal síntoma es pensar que el tiempo se acaba y que tenemos que ir más rápido. Fue un diagnostico colectivo, porque según él, en occidente todos padecemos esta enfermedad.
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La velocidad nos está obsesionando y bajo esta premisa han prosperado una serie de movimientos contraculturales que promueven la utilización del tiempo justo para disfrutar de cada actividad. Movimientos como Slow Food, Slow Parenting o Slow Sex se han encargado de proponer alternativas menos apresuradas a momentos cotidianos en los que puede llegarnos a consumir el afán: la comida, la educación, el sexo, entre otros.
Según Carl Honoré , uno de los mayores difusores del movimiento Slow y autor del libro Elogio a la Lentitud, “vivimos siempre en el carril rápido y hemos creado una cultura de la prisa donde buscamos hacer cada vez más cosas con cada vez menos tiempo, generado así una especie de dictadura social que no deja espacio para la pausa, para el silencio, y para todas esas cosas que parecen poco productivas”. Aunque hay que decirlo, acá ningún carril es rápido, pero la presión por ser productivos, aprovechar nuestro tiempo y cumplir con horarios, hace que vivamos en función de la velocidad, en cosas que no necesariamente deben ser productivas.