Por: Carmenza Zá @zacarmenza // Foto: iStock. La semana pasada me senté a escribir esta columna, a propósito del amor y la amistad y planeaba quejarme de la soltería, jugando al grinch septembrino, pero luego recordé que hice eso mismo en Semana Santa y me da miedo que me despidan si descubren que uso el mismo discurso para cada especial de la revista.
Pensé en escribir sobre la amistad, pero esto es la sección de sexo y todavía no me como a mi mejor amiga porque es más heterosexual que el Procurador (o sea que todos sabemos que se le moja la canoa, pero le echó doble tranca al closet y pues ni modo) y bueno, que a mi mejor amigo ni se le ocurra pedírmelo, porque me le conozco toda la historia sexual y me niego a ser hermanita de leche de la hija del panadero del barrio, la prima de la hija del panadero del barrio y etc, etc, etc. Así que rendirle honor al adagio popular de “hacerle el amor a la amistad” tampoco fue posible.
Sin embargo, la soltería nos regala esa bella figura a la que ahora llaman “fuckbodies” pero a los que, en los tiempos en los que el inglés y la globalización no se nos había metido al culeo y los millenials no éramos más que usuarios de la sala erótica de Latinchat, llamábamos amigos con derechos. ¡Y qué derechos! Así que, antes de dejarme echar tierrita por las amigas a las que acompañé a comprar liguero para la celebración del Día del Amor y la Amistad con sus respectivos novios, me adelanté e invité a motelear a la cosita sabrosa que por estos días se pasea entre mis sábanas. Aceptó encantado, por puro compromiso científico y literario con esta columna y porque, después de todo, invitaba Shock.
¡Ah, cosa hermosa y maravillosa son los moteles! Esos lugares que ahora usan los adolescentes para suicidarse y las EPS para internar pacientes, no son más que la cuna misma del amor y la reproducción inmediata; lugares a los que entra el conductor solo y sale con copiloto de blower intacto porque, servicio de motel que se respete, incluye chancla desechable, jabón chiquito y, por supuesto, gorro de baño.
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En Bogotá, se consiguen moteles de todo precio dependiendo de la zona en que se ubiquen; nosotros escogimos uno de Chapinero, en el que el vigilante se acercó gentilmente y nos ofreció al oído “habitaciones sencillas o con jacuzzi” y, debido a que ese fue el momento de mayor romanticismo en toda la cita y el vigilante no sólo era coqueto sino que además estaba guapo, no dudamos en pagar los 45.000 de las tres horas en habitación sencilla.
El lugar estaba decorado con corazones y cupidos hechos en icopor y, aunque la recepcionista no me permitió tomarle fotos (pese a que le expliqué que no era para cumplir ningún fetiche extraño, sino para publicar en un medio masivo) sí me aseguró que en septiembre se aumentan las ventas y que, inclusive, han llegado a tener filas de clientes esperando a ingresar. “No tantas como el miércoles santo, pero si vienen muchas parejitas a festejar.”
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Nos recibieron con una copa de vino y nos guiaron a una habitación en el cuarto piso, subimos por el ascensor y coincidimos con una pareja que bajaba y que no tenía cara de estar, como nosotros, cumpliendo una labor meramente periodística. Los miré fijamente todo el tiempo, a ver si se animaban a contarme su faena para yo venir a contársela a ustedes, pero el silencio reinó en el lugar y ambos permanecieron mirando el piso: una verdadera lástima.
En el ascensor había un letrero que anunciaba que, por tratarse del mes del amor y la amistad, la compra de una botella de crema de whiskey incluía un anillo vibrador. Sobra decir que adquirimos la promoción, por aquello de vivir la experiencia completa.
Las trabajadoras del motel, tenían unos broches coquetos en forma de corazón, que alumbraban intermitentemente. Las paredes estaban decoradas con la misma figura, recortadas finamente en cartulinas y papel celofán.
La habitación, como todas, tenía cama doble y control remoto pegado a la pared. En el pasillo hacían aseo con la conocida, haciéndole gala a su nombre, salsa de motel y en la habitación del lado alguien gritaba como si quisieran que todo el edificio se enterara de lo que ocurría, como si no fuera obvio. “Ya sabemos, te están clavando y, a juzgar por la bulla, no la estás pasando nada mal.”
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No supe si hicimos el mismo escándalo de los del lado, pero seguro sí y seguro no importa porque la magia del motel también se encuentra allí, en la posibilidad de hacer ruido como si no hubiese un mañana y con la certeza de que, al terminar, ningún vecino padre de familia va a tocar la puerta para preguntar por la bulla. Por mucho, la trabajadora que se encargó de poner a Eddie Santiago como banda sonora de la culeada, lo mirará a uno de manera pícara y le recomendará llamar un taxi en la recepción, no vaya y sea se encuentre uno con alguien conocido saliendo de allí.
Al salir, nos despidieron con un par de dulces de café y la recomendación de volver pronto y, aunque dudo que ocurra, debo decir que fue la mejor celebración de amor y amistad que alguien pueda tener… aunque la crema de whiskey hubiese sido de dudosa procedencia y la parejita que nos encontramos en el ascensor fuera la hija del panadero del barrio con alguien que no era mi mejor amigo.
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