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Las pendejadas que extrañamos cuando estamos lejos de casa

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Una nueva edición de nuestra columna viajera.

Por: Laila Abu Shihab.

- Ir al baño y ducharme con la puerta abierta. 

- Secarme y vestirme afuera del baño, en el cuarto (es que odio esa sensación de humedad que queda siempre que uno se pone la ropa en la ducha, por más de que se seque. Es para mí de las cosas más detestables que existen). 

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- Caminar desnuda por la casa o, en su defecto, por el cuarto en el que duermo. 

- Dormir desnuda (o casi). 

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Elegí sólo cuatro pendejadas (hay montones) para hablar de cómo es que uno aprende a disfrutar y valorar mucho mejor (porque en mi caso ya las disfrutaba y valoraba) esas cosas, esos momentos tan simples y tan pendejos, que en buena medida también son los que hacen una vida. Los que la hacen más agradable, más llevadera, más contenta, más fácil, más bonita. 

Mucha gente lo ha dicho y desde hace tiempo. No es ninguna sorpresa. Pero al final, cuando se comprueba, resulta que para cada uno esas pendejadas son distintas, son únicas. 

Los ejemplos que he dado son de verdad lo más sencillo que hay y pueden ser una tontería para los demás, pero resultan tremendamente importantes para mí porque son parte fundamental de la buena vida que me gusta tener, pero que en situaciones especiales (como esta de la travesía anual por Europa que me he regalado, viajando con un backpack encima y compartiendo cuarto en hostales con 4, 6, 8 o 14 personas, en el 87 por ciento de las veces), toca sacrificar. 

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Es cuestión de comodidad. Para otros, ese momento valioso tal vez sea poder fumar en el cuarto o cantar a todo pulmón en el baño. De pronto es roncar sin que nadie lo despierte. Bailar en la cocina. Poner los pies en la mesa o en el sofá mientras se bebe una cerveza. No lavar la loza después de cenar, por la noche. Subir de manera exagerada el volumen del televisor en la escena preferida sin preocuparse porque eso va a molestar a alguien.   

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Ya sabrá cada uno qué cositas de esas, que en realidad no son tan pendejas por todo lo que representan y por todo lo que simbolizan, son las que de verdad se aprende a disfrutar y a valorar cuando son imposibles, cuando para tí son lo máximo, la delicia, pero tienes al lado a alguien que considera que son una tortura, una grosería, una desdicha. 

He vivido fuera de Colombia ya dos veces (unos años en Buenos Aires y unos meses en Guayaquil), pero nunca sentí entonces lo que he sentido ahora, después de recorrer buena parte de Europa sólo como mirona, como viajera y como gocetas. No lo sentí porque aunque no fueran mi ciudad o mi país,  Buenos Aires y Guayaquil se volvieron mi casa por un tiempo. Y cuando estás en tu casa, en principio, puedes hacer lo que quieras. Si vives con otra(s) persona(s) entra a jugar el tema de la convivencia, pero bueno, sigue siendo tu casa. Se supone. 

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Mostar, Bosnia-Herzegovina.

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Llevo casi 11 meses sin tener casa. Sin hogar definido. Y eso me ha llevado a valorar mucho más, hasta un límite indecible, esos momentos tan simples y tan pendejos. Y a disfrutarlos con más ganas en las pocas ocasiones que he tenido. Si vieran la sonrisa que se dibuja en mi cara cada vez que tengo un cuarto para mí sola y puedo salir de la ducha sólo en toalla, todavía medio mojada, y elegir la ropa que me voy a poner sin preocuparme porque alguien me está mirando. Si vieran esa sonrisa me entenderían, seguramente. 

Viajar -y sobre todo viajar solo, me parece- le enseña a uno muchas cosas. Es como hacer un doctorado sobre la condición humana. Sobre la vida. Y sólo cuando se aprende a disfrutar y valorar más y mejor esas pendejadas felices -ir al baño y ducharme con la puerta abierta, secarme y vestirme afuera del baño, caminar desnuda por la casa y dormir desnuda (o casi), entre otras tantas- es cuando uno sabe que la sustentación de la tesis está a punto de ser aprobada.  

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* Periodista, politóloga y viajera colombiana ahora en Europa, mañana, no se sabe. Su #BlogViajero se llama Puntos de Quiebre.