La cartagenera Estefanía Piñeres es una de las caras nuevas de la actuación en Colombia. Recientemente ha tenido apariciones en la película Malcriados y en la serie futurista de Fox 2091 . Por un momento dejó de lado su rol de actriz para reflexionar sobre el tema de moda en todo lado: la paz.
Por: Estefanía Piñeres // @ estefaniapidu
La gente crece creyendo en todo tipo de cosas. El coco, el ratón Pérez, Papá Noel, los reyes magos. En fin. Todos parte de aquél bestiario fantástico que se cuela en las habitaciones de los niños en la infancia y que, normalmente, abandona sus sueños en la pubertad. Yo crecí creyendo en la guerrilla. Y no digo “creyendo” porque no existiera, sino porque la imagen caricaturesca que me había pintado en la cabeza parecía sacada de un cuento de Perrault. Era “el lobo” de mi geografía. Unos hombres a los que me imaginaba enormes, malvados y violentos que se escondían en el monte –no en el bosque, solo por cuestión de latitud– y atacaban con una insaciable y gratuita sed de sangre. Nadie nunca me habló de sus infancias –y en mi mente, siempre fueron grandes–, de sus sueños, sus miedos, su analfabetismo o su pobreza porque eso los hubiera hecho humanos.
Desde muy temprano mi país se dividió en dos: los buenos y los malos. Yo hacía parte de los primeros, era mi derecho innato. Ellos, los del monte, hacían parte del segundo grupo, según la leyenda, por convicción.
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Así llegué a la adultez. Con un innegociable, irracional y frenético miedo a la guerrilla. El grupo armado, Marilyn Manson y las almas benditas conformaban mi lista de está-bien-creo-pero-por-favor-que-no-se-me-aparezcan. Los retenes nocturnos por las carreteras me helaban la sangre más que cualquier experiencia paranormal que pudiera imaginarme, y eso que tenía un buen repertorio.
"No se trata de Timochenko, ni Uribe, ni Santos, ni Maduro –¡ése sí que menos!. Esos se unirán a las almas benditas dentro de poco –¡qué espanto de repertorio!–"...
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El primer encuentro que tuve con un excombatiente fue hace unos años. Recuerdo mirarla detenidamente para encontrar en ella algo de lo que se suponía debía ser. Nada. Era dulce, risueña y bajita. Andaba en tacones y amaba la televisión, aparato que había descubierto ya de grande. Mientras ella me contaba sobre su hija, su trabajo y sus preferencias en entretenimiento, yo seguía escrutándola sin poder encajarla en mi ignorante lista de atributos. Supongo que mi monólogo mental le resultó evidente porque tras un momento me volteó a mirar y me dijo: “yo le tenía más miedo a los gomelos que a la muerte”. Entonces, dejé de buscar. Su lobo era yo.
La realidad es que nuestro país se divide en dos, pero, distinto a lo que nos enseñaron, no tiene que ver con buenos o malos, ni la izquierda o la derecha. Nuestro país se divide en privilegiados y no privilegiados. El primer grupo tiene opciones, puede escoger, hace las cosas por convicción. El segundo vive en un único dilema: vida o muerte. Las pocas decisiones que toman –si se les permite tomar alguna– son para sobrevivir en el sentido más precario de la palabra.
Casi desde que comenzó a hablarse de la refrendación de los Acuerdos de La Habana , he dicho que esta decisión que debemos tomar no es política, sino social. No podía estar más equivocada. La palabra política proviene del latín “politicus” que significa “de los ciudadanos” ; sin embargo, los políticos –cuya función actual dista ampliamente de su etimología– nos han convencido, egocéntricos por naturaleza y animales del entretenimiento, de que esto se trata de ellos. No se despisten, esta decisión es de los ciudadanos y para los ciudadanos.
No se trata de Timochenko, ni Uribe, ni Santos, ni Maduro –¡ése sí que menos!. Esos se unirán a las almas benditas dentro de poco –¡qué espanto de repertorio!– y es probable que no alcancen a ver los resultados reales de este acuerdo, ni de ninguna de las babosadas que han hecho. Esta decisión no es para que el orgullo del uno se hiera o para que el otro no se gane el Nobel. Eso es irrelevante. Ellos son irrelevantes. Relevantes somos usted y yo. Los suyos y los míos. Los que están y los que vienen.
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La gente crece creyendo en todo tipo de cosas. Mi relato, ajeno y apócrifo para quienes hemos vivido durante más de medio siglo entre lamentos, municiones y desaparecidos, no hace parte de nuestro repertorio. Comencé a escribirlo con G., la excombatiente, cuando la desvestí de su piel de lobo –ése, digamos, fue el prólogo– y redactaré su primer capítulo este domingo en las urnas. Mi relato es uno de agricultores cavando para sembrar papa, en lugar de muertos; ríos caudalosos de agua, en lugar de mares de sangre; estudiantes escribiendo sobre sus pupitres en las escuelas, en lugar de escondidos bajo ellos; el cantar de las cigarras como banda sonora, en lugar del trinar de los fusiles; políticos ahogados en gritos, en lugar de víctimas desmembradas en plazas; desplazados emprendiendo el camino de regreso, en lugar de jóvenes emprendiendo su partida; niños temiéndole a la remolacha, en lugar de la muerte y acostándose a dormir con una historia que comienza así:
Había una vez en Colombia…
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Es su turno, ¿qué sigue?