La casa editorial Penguin Random House / Alfaguara publicaron en el mes de marzo de 2020 , A la orilla de la luz, el primer libro del artista Simón Vargas, cantante y bajista de la agrupación Morat. En exclusiva para Shock, aquí está uno de los 14 cuentos que aparecen en el libro, así como también la ilustración que lo acompaña, y que también es de autoría de Simón. Este es solamente el abrebocas de un viaje por múltiples universos, escenarios y personajes que han sido creados por el músico, quien ya se encuentra trabajando en la que será su segunda obra literaria. En este primer libro hay un poco de Rayuela de Julio Cortázar, pero también de La historia interminable de Michael Ende, del manga y del animé.
Tome aire y emprenda este viaje.
*Texto e ilustración Cortesía: Penguin Random House grupo editorial / Alfaguara*
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«Qué sed». Arturo se levanta casi en la oscuridad. Los colores del amanecer se cuelan por entre las persianas. Arturo, medio levantado, sigue un poco desorientado. A su derecha están la canasta de la ropa sucia —llena hasta el borde—, el ventanal y el espacio vacío en la cama. A su otra derecha están el clóset y, justo al lado, la mesa de noche. Encima, junto al despertador, cuatro vasos vacíos que alguna vez estuvieron llenos de agua. La puerta está mal cerrada. Frente a la cama, el televisor. No recuerda haberlo apagado antes de irse a dormir, pero más de una cosa se apaga sin que uno se dé cuenta.
Al lado del televisor, varios vasos más. En otra mesita hay una vela de vainilla sin estrenar que pretende remplazar el olor del cuarto, tan personal e intransferible que intentar cambiarlo es casi siempre una causa perdida. Va a volver a intentar. Al lado hay otros seis o siete vasos, todos vacíos. Con uno de esos había tratado de lavar el sabor a Catalina con el que se levanta en la boca cada mañana, pero, como el olor del cuarto o de la ropa, no es tan fácil de eliminar.
Al final dejó de intentar. Fueron varios años de compartir el mal aliento mañanero. Las sábanas se sienten densas, como si hubiera caído al agua con ropa. Arturo jura que el colchón se lo come. El silencio, como las sábanas, pesa en la habitación. Mover los pies bajo el edredón le recuerda que, sin importar cuánto los mueva, nunca van a chocar con los pequeños pies de Catalina. Le sucede lo mismo con el resto del cuerpo. Termina siempre durmiendo cerca del borde, bocarriba y muy quieto.
No se puede arrunchar ni con la almohada. Odia levantarse y tener que romper solo un huevo en la sartén. Odia tener que sacar solo un plato y tener que exprimir solo dos naranjas. Odia que la comida le dure el doble por la misma cantidad de dinero o lo mismo por la mitad del precio. Odia comprar ciruelas para darse cuenta de que solo ella se las comía y que él termina dejándolas secar en el mesón de la cocina. No ha sido capaz de tirar a la basura ni su ropa, ni su cepillo de dientes, ni su maquinita de afeitar, ni su maquillaje, ni su crema para limpiarlo.
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Al lavarse el pelo tiene la opción de usar su champú, pero prefiere el pelo sucio que el olor a lágrimas mezcladas con coco. Ahora la casa es el doble de grande, el doble de sola. El aire está la mitad de perfumado. Las luces se prenden igual, pero sin ella los espacios siempre están iluminados a medias. Él siempre había cocinado la pasta y ella la salsa. No le tomaría mucho más cocinar las dos a él solo, pero no por eso las proporciones dejan de estar malditas.
En la cocina, junto a las ciruelas secas, filas y filas de vasos llenos de aire. Hace un par de días, por la ventana, oyó a un loco gritar. Todos los barrios tienen los suyos, pero los que viven en las calles del barrio Tokyo resultan particularmente cuerdos a los oídos de Arturo. —¡A nadie se le niega un vaso de agua! ¡Todos estamos solos! ¡Solos! ¡Solos! ¡Solos! ¡Viva el partido comunista, pero el de la derecha! Esa noche, con sed inmanejable, se sirvió otro vaso de agua, y otro, y otro y otro. Así esa y muchas otras noches.
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«Qué sed».
Cuando Catalina se fue a Madrid, él le mandó saludos al Guernica, pero se enteró por la televisión de que nunca le llegaron, se quedaron a mitad de camino en un accidente aéreo. Al principio no lo creyó y todavía le cuesta, pero eso es irrelevante. Todavía se debate entre «así es la vida», «¿por qué a mí?» y «todo pasa por una razón», que le parece cruel y no entiende por qué la gente lo sigue repitiendo. Aún no encuentra el eslogan de su duelo y tampoco las medias que usó el día del accidente. Ese mismo día había servido otro vaso de agua, porque eso hace la gente cuando recibe malas noticias.
«Me tengo que sentar».
«Necesito un poco de agua».
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Todos clásicos del cine.
No se le quitó la sed y vio las noticias de pie. En la repisa junto al televisor se quedó ese vaso acompañando a otros tantos. Ya casi ni cabían entre las fotos, los libros y los souvenirs baratos que Catalina insistía en comprar en cada lugar al que iban. En la cama, a Arturo el techo le devuelve la mirada. Lo juzga por estar mal afeitado y por no poder ordenar su vida. No quiere levantarse y tener que caminar entre el sinfín de vasos que dejó en el piso. Se está quedando sin espacio para ponerlos.
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Las franjas de luz que colorean la habitación se escurren a medida que el sol va subiendo. Ahora, la luz que entra ya no es la del amanecer y el cuarto queda de blanco. Arturo sucumbe de nuevo ante la sed y se levanta. Esquiva cada vaso en el piso y llega a la cocina para servirse otro. Suspira, se lo toma de un gran sorbo y lo deja arrumado con los demás. Todos son suyos menos el primero, aún lleno y con un poco de labial en el borde: el que Catalina dejó justo antes de salir para el aeropuerto. Lo atormenta saber que, desde que Catalina se ahogó, no existe suficiente agua en el mundo para calmar su sed.
Fragmento del libro “A la orilla de la luz” de Simón Vargas, cantante y bajista de Morat. Penguin Random House grupo editorial / Alfaguara