Alejandro González Iñárritu no partió el cine latinoamericano en dos. Sería pretencioso e ignorante afirmarlo. Lo que sí hizo, o lo que su primera película Amores Perros (2000) logró, es que a los largometrajes de nuestro continente se les diera otra mirada, que pudieran entrar a festivales, que fueran más tenidos en cuenta en las premiaciones internacionales; es decir, volvió a poner a América Latina en el mapa global. (De hecho, su entrada al Festival de Cannes del 2000 casi no se logra pues la rechazaron en la competencia oficial por ser latinoamericana y solo logró entrar, por empuje personal de uno de los directivos, en la categoría de la crítica especializada.)
Por: Juan Pablo Castiblanco Ricaurte // @KidCasti - Juan David Torres Duarte // @acayaqui
Lo de Iñárritu de todas formas no se puede catalogar como americanismo puro. Después de la mítica Amores Perros , que presentó a Gael García al mundo, el cineasta abandonó México y se dedicó a contar historias globales, dramas humanos que tienen la misma validez y trascendencia en lugares como Japón, España, Marruecos o Estados Unidos. Así mismo pasó con sus compadres, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, quienes también fueron los incendiarios de ese estallido del boom del cine mexicano hace un poco más de una década, pero que luego se fueron a conquistar otros territorios. Tanto así que Cuarón se coronó en el 2013 como el rey de Hollywood con Gravity .
Por eso, con tan solo cuatro películas hechas y una más en camino, González Iñárritu es un peso pesado de la cultura latinoamericana, a pesar que no sea su intención cargar esa bandera. Nuevas cosas han pasado en México, ahora directores como Carlos Reygadas o Amat Escalante conquistan Cannes con películas que llevan al límite la experimentación y rompen la narrativa. Pero la semilla quedó sembrada, esa que le dijo a los realizadores y creadores del resto del continente que sí se podía hacer un cine de calidad con identidad propia. La semana pasada este mexicano de 50 años estuvo en el Festival de Cine de Cartagena como invitado especial y hablamos con él sobre su relación con la música, sobre la huella de sus experiencias como marinero y publicista, y sobre la cultura en el tercer mundo.
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En el master class que dictó esta semana dijo que el ritmo era algo muy importante a la hora de hacer una película, casi como si se tratara de hacer una canción. Por otra parte, en los años 80 usted fue discjockey y director de una emisora de rock. ¿Cómo es su relación actual con la música y cómo lo inspira?
El cine es muy musical. Hay una rítmica brutal. Si no tienes el concepto de ritmo, es muy difícil hacer una película. Arranca desde el sonido: el de un tenedor en la comida o el viento que entra, los diálogos, la métrica, los espacios entre ellos. No es sólo la música sino la edición, la congruencia el ritmo interno, el pulso es extremadamente vital.
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Hay quienes dicen que el buen músico es el que sabe bailar bien, porque entiende el ritmo.
(Ríe) En México decimos que el que no baila bien, no hace el amor bien.
¿Y qué está oyendo ahora?
Estoy en una eterna búsqueda. A veces de pronto encuentro algo en el viejo armario que lo escucho nuevamente por un par de meses, y luego estoy en una búsqueda desesperada. Ahora estoy escuchando a James Blake, y me gusta uno que no conocía, Zampa. Eso ha sido lo reciente. Tengo un amigo que me diseña el sonido y todos los días acabamos escuchando y terminamos intercambiando.
¿La música le ha suscitado alguna vez a una idea o una historia?
No, normalmente hago las historias y luego encuentro un disco que tiene ese sentido emocionalmente. En Amores Perros estaba escuchando Sticky Fingers de Rolling Stones, luego en 21 gramos escuchaba Beyond the Missouri Sky de Pat Metheny y Charlie Haden. En Biutiful estuve escuchando los cuatro discos de Witches de Miles Davis. En Babel estuve oyendo mucho Ryuichi Sakamoto. Y así recuerdo que en cada una de las películas he tenido una música especial y cada una su aura. No es que eso me haya disparado la historia sino que orgánicamente se da y caigo en esa atmósfera.
Usted también trabajó en un barco carguero en su juventud. ¿Esa experiencia influyó en su mirada?
Sí, mucho, la calle siempre te da una escuela y te da una observación, estás atento. Estar observando diferentes culturas, sin dinero y siempre tratando de rascarte un poco la vida. Es una muy buena escuela.
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También fue una época de muchas lecturas. ¿Qué autores leyó y qué extrajo de ellos?
Fue una etapa difícil porque estaba leyendo a los existencialistas. Me hizo reflexionar mucho, pero también creo que me succionó la vitalidad por un tiempo. Más tarde, al encontrar el absurdo de posición existencialista, me devolvió también una necesidad quizá exagerada por la vitalidad. Me di cuenta de que esa posición no llega a nada, es un juego del ego, pero sí me ayudó a rebotar hacia una vitalidad exacerbada. Lo agradezco, pero no fue agradable. Recuerdo mucho a Sartre, a Joyce, a Camus, a Herman Hesse. Recuerdo que iba a una escuela muy tradicional y El lobo estepario me lo querían quitar, me decían que tenía que leer cosas más positivas. No sé por qué la tristeza de esos libros me ayudaba a encontrarme en esa región.
Y luego vino el trabajo en radio y publicidad. ¿Aprendió algo allí del trabajo fílmico?
Sí, pura narrativa. Estás en el radio y estás contando algo, una emoción a través de los mix de la música.
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¿Ese tipo de gustos y experiencias tan diferentes terminan juntándose en algún punto? ¿Tienen una misma identidad o es muy diversificada?
Es como un pintor: tu trazo siempre queda marcado. Hay una especie de melodía que siempre acabo oyendo, siempre acabo en el mismo territorio, está marcado por quién soy. Me dan curiosidad siempre las mismas cosas.
El cineasta francés Vincent Moon, nómada auto-declarado, afirmó en su paso por Colombia que la cultura de su país está muerta y que la cultura viva es la del tercer mundo. ¿Qué opina de esta afirmación luego de haber trabajado en varios lugares del mundo?
Más que nada existe una vitalidad. Hay una forma de observar la vida en América Latina y África, una pulsación muy poderosa, vital, de la que carecen los países desarrollados, que han entrando en una carrera de consumo y falta de vitalidad, de inmediatez, de falta de sensorialidad y contacto con sus cuerpos, que tiene como resultado un arte diferente al nuestro. Es muy complejo: si bien Estados Unidos es un país que tiene mucho de esto, también tiene una cultura riquísima, los pintores, la música, los escritores que tiene son brutales, sí hay un gran poder. Sin embargo, la gran mayoría de ese arte se está yendo a la teoría neoliberal, de la satisfacción inmediata, que empieza a alinearse hacia un lugar que me parece patético, aunque haya ese talento. América Latina y África tienen una pulsación más libre en ese sentido, que no se subordina al consumo del mercado, sino que va hacia la individualidad, sin importar el éxito comercial, y eso le da una gran libertad. Y el clima y la comida, la riqueza de la gastronomía, la música. La inmediatez de la cultura popular, del ser común, esa riqueza no existe en otros lados, y creo que es un caldo de cultivo muy particular cuando alguien lo observa y aprovecha.
¿Cree que el cine latinoamericano se está validando mucho por festivales internacionales como el de Berlín o Cannes?
Lo que pasa es que el cine que hacemos encuentra una plataforma importante en los festivales, que le ofrecen más posibilidades a la gente. Yo he tenido suerte de trascender eso, pero hay muchos grandes cineastas que se quedan en la orilla de la exhibición y si no fuera por los festivales no se sabría que existen esas películas. En México por lo menos si se estampa la calidad extranjera, se acepta más. Es un error, pero bueno, sucede.
En México está surgiendo una oleada de nuevos cineastas con un sello muy particular como Carlos Reygadas, Fernando Eimbcke o Amat Escalante. ¿Algo está generando esto en el país, una suerte de movimiento, o son casos aislados?
Son casos aislados y creo que también hay una amistad entre todos, un apoyo, no hay esa cosa del alacrán, es una generación bastante generosa. Hay lugar para todos, y creo que eso ha ayudado a que exista una atmósfera bastante sana. Nadie se puede echar el crédito, el gobierno o algo así, son coincidencias generacionales.
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